EL CONDE DE
dicho Francisco 1; la mujer es como la
onda, dijo Shakespeare : el uno era un
pran rey, el otro, un gran poeta, y am-
s debían conocer a la mujer.
—51, la mujer; pero mi madre no es
la mujer, es una mujer...
—Permitid a un extranjero el igno-
rar la fuerza de las expresiones de
Vuestro idioma,
—(Quiero decir que mi madre es poco
Pródiga en sus afecciones; pero, una
Vez que las concede, son para siempre.
—| Ah | — dijo suspirando Montecris-
to—, ¿y creóis que me haga el honor
de dispensarme algún afecto particular,
y no la más pura indiferencia ?
—Escuchad — respondió. Morcef—,
Os lo he dicho y os lo repito ; es preciso
que seáis un hombre muy superior.
—¡ Oh |
—$Í; porque mi madre ha sido sub-
yugada por vos, le inspiráis un gran
Interés, y cuando estamos solos no me
habla más que de vos.
—¿0Os dice que desconfiéis de Man-
fredo ?
—Al contrario, me dice: Morcef,
Creo al conde noble y generoso, procura
que te ame.
Montecristo volvió la vista y suspiró.
—¡ Ah! verdaderamente — dijo.
-—De suerte que —- continuó Alber-
to—, conoceróis que, lejos de oponerse
a mi viaje, lo aprobará, puesto que en-
tra en las recomendaciones que me hace
lariamente.
—Id, pues — dijo Montecristo—, y
hasta la tarde ; estad aquí a las cinco,
€garemos allá a las doce o la una.
—¡ Cómo! ¿A Tréport?
—A Tréport o sus cercanías.
—¿Sólo necesitáis ocho horas para
Wndar cuarenta y ocho leguas?
“Y aun es mucho — dijo Monte-
Cristo,
—Ciertamente, sois el hombre de los
Drodigios ; y llegaréis no sólo a ir más
Veloz que los vagones de los caminos
30 hierro, lo que en Francia no es mus
“ifícil, sino que sobrepujaréis en velo-
“idad al telégrafo.
—Con todo, vizconde, como necesi-
“ios siete u ocho horas para llegar
pad exacto...
—Estad sin cuidado, no tengo hasta
CONDE 10.—ToMO 11
NMONTECLISTO
esa hora ninguna otra cosa más que ha-
cer que preparar mi viaje.
-—Hasta las cinco, pues.
—Hasta las cinco.
Alberto salió; Montecristo, después
de saludarle sonriendo, permaneció un:
instante pensativo y como absorto en
una profunda meditación : finalmente,
pasando la mano sobre su frente como
para apartar una molesta idea, se le-
vantó, se acercó a un tímpano y dió dos
golpes.
Al ruido de los golpes dados por Mon-
tecristo en el tímpano, entró Bertuc-
cio,
—feñor Bertuccio — le dijo—, no es
ya mañana o pasado mañana, como ha-
bía pensado antes, sino esta tarde mis-
ma, cuando quiero salir para Norman-
día ; desde ahora hasta las cinco tendis
tiempo sobrado; haced que estén pre-
venidos los palafreneros del primer re-
levo; M. de Morcef me acompaña, id,
pues.
Bertuccio obedeció ; un postillón salió
a escape a Pontoise para decir que a las
seis en punto pasaría la silla de posta ;
desde Pontoise pasó el aviso al relevo
siguiente, y así continuó de relevo en
relevo, de suerte que, seis horas des-
pués, todos estaban advertidos y pron-
tos.
Antes de salir, el conde subió a ver y
Haydée, le anunció su viaje y puso toda
la casa a su disposición. Alberto fué
exacto ; el viaje, triste al principio, se
modificó poco a poco. Morcef no teníw
idea de un modo de viajar tan acelera-
do y al mismo tiempo tan cómodo ; Mix
nifestólo así al conde, y éste le dijo :
-—lg verdad, no podéis tener idea de
este modo de viajar con vuestras postas,
que corren solamente dos leguas por
hora, mucho menos con la estúpida ley
que prohibe que ningún viajero pase añn-
tes que otro ; de suerte que un enfermo
o un majadero detiene y encadena, por
decirlo así, tras él, a los demás, aun-
que éstos, sanos y alegres, quieran co-
rrer doble; para evitar estos inconve-
nientes viajo siempre con postillones y,
caballos míos. ¿No es esto, Al?
Y el conde, asomando la cabeza por
la portezuela, dió una especie de chi-
llido, para excitar a los caballos ; pare-
cla que les habían nacido alas,
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