El, CONDE DE
—-Porque Dios tiene el tiempo y la
eternidad, y estas dos cosas escapan a
los hombres.
Montecristo dió un suspiro que pare-
cla un rugido y se agarró a manos lle-
has de sus hermosos cabellos.
—Edmundo — continuó Mercedes—,
Edmundo, desde que os conozco he ado-
rado vuestro nombre, he respetado vues-
bra memoria. Amigo mío, no obscurez-
cáis la imagen noble y pura que tengo
en mi corazón. ¡ Si supieseis los fervien-
tes ruegos que he dirigido a Dios ínterin
Os.creí vivo y después muerto ! Sí, muer-
to; ¡me parecía ver vuestro cuerpo pre-
Cipitado en uno de aquellos abismos en
que los carceleros arrojan a los prisione-
Yos muertos, y lloraba !... ¿Qué otra co-
$ podía yo hacer, Edmundo, sino lko-
tar y orar? Escuchadme : durante diez
Wños he tenido todas las noches el mis-
Mo sueño ; dijeron que hablais querido
€scaparos ; que tomasteis la plaza de
Uno de los presos que murió, y que arro-
Jaron al vivo desde lo alto de la fortale-
Za de If ; y que el grito que disteis al ha-
“eros pedazos contra las rocas lo descu-
"ló todo. Pues bien, Edmundo, os ju-
YO por la vida del hijo por quien os im-
Ploro, que durante diez años esa escena
Se ha presentado a mi imaginación to-
as las noches, y he oído ese grito terri-
le que me hacía despertar, temblando
y despavorida, y yo también, Edmundo,
Yo también, por criminal que sea, yo
también, ¡ creedme, he sufrido mucho!
—¿ Habéis perdido vuestro padre es-
ndo ausente? — preguntó Montecris-
0—. ¿Habéis visto a la mujer que ama-
bais dar su mano a vuestro rival mien-
tras estabais en un calabozo?
—No—interrumpió Mercedes—, no;
Pero he visto al que amaba, pronto a
Ser el matador de mi hijo.
Mercedes pronunció estas palabras
“on un dolor tan intenso y un acento
n desesperado, que un suspiro destro-
26 la garganta del conde.
il león estaba amansado ; el venga-
Or vencido.
—¿Qué me pedis? ¿Que vuestro hijo
va? Pues bien, vivirá.
Mercedes dió un grito que hizo salir
Os lágrimas a los párpados del conde ;
Pero aquellas dos lágrimas desaparecie-
ron muy pronto, porque sin duda Dios
vi
MONTECRISTO 167
había enviado un ángel para recogerlas,
siendo mucho más preciosas a los ojos
del Señor que las más hermosas perlas
de Guzarate y de Ofir.
¡ Ah! — dijo ella tomando la mano
del conde y llevándola a sus labios—.
¡Ah! Gracias, gracias, Edmundo; te
veo cual siempre te he visto, cual siem-
pre te he amado; sí, ahora puedo de-
círtelo.
—Tanto más, cuanto que el pobre
Edmundo no tendrá ya mucho tiempo
para hacerse amar de vos.
—¿Qué decís, Edmundo?
—Digo que, puesto que lo mandíis,.
es preciso morir,
—¡ Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Y
quién habla de morir? ¿De dónde vie-
nen esas ideas de muerte ?
—No supondréis que, ultrajado públi-
camente, a presencia de una sala ente-
ra, a presencia de vuestros amigos y los
de vuestro hijo, provocado por un niño,
que se enorgullecerá de un perdón co-
mo de una victoria, no supondréis, digo,
que me queda un solo instante el deseo
de vivir. Lo que más he amado des-
pués de vos, Mercedes, es a mí mis-
mo, quiero decir, mi dignidad ; esta
fuerza, que me hace superior a los de-
más hombres, esta fuerza es mi vida.
En una palabra: vos la destruís; yo
muero.
—Pero este duelo no se verificará, Ed-
mundo, puesto que perdonáis.
—Se verificará, señora — dijo solem-
nemente Montecristo— ; solamente que
en lugar de la sangre de vuestro hijo,
que debía beber la tierra, será la mía la
que correrá.
Mercedes dió un gran grito, y avan-
zó hacia Montecristo; pero de repente
se detuvo.
—Edmundo — dijo—, hay un Dios
sobre nosotros ; puesto que vivís y que
os he vuelto a ver, me confío a El de to-
do corazón ; esperando su apoyo, des-
canso en vuestra palabra : habéis dichc
que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad '
—Vivirá, sí, señora — dijo Monte:
cristo, sorprendido de que sin otra ex
clamación, sin otra sorpresa, Mercede
hubiese aceptado el sacrificio que l
hacía.
Mercedes dió su mano al conde.
—Edmundo — le dijo, llenándose su:
A