Full text: Tomo 2 (2)

na 
EL CONDE DE 
¡poder llevar hasta el fin, era, según mi 
«voluntad y no según mis fuerzas, y me 
¡Será preciso abandonarlo a la mitad de 
mi camino. ¡Ay! ¡Me haré fatalista, 
cuando catorce años de desesperación y 
diez de confianza me habían hecho pro- 
videncial! Y todo esto, ¡ Dios mío !, por- 
que mi corazón, que yo creía muerto, 
estaba solamente amortiguado ; porque 
se ha despertado y ha latido, porque ha 
cedido al dolor y a la impresión que ha 
icausado en mi pecho la voz de una mu- 
jor. Y, sin embargo — continuó el con- 
de abismándose cada vez más en la idea 
del terrible día siguiente que había acep- 
tado Mercedes—; sin embargo, es im- 
posible que esa mujer, cuyo corazón es 
tan noble, haya obrado así por egoísmo, 
y consentido en que me deje matar yo, 
lleno de vida y fuerza; es imposible 
que lleve hasta este punto el amor o el 
delirio maternal; hay virtudes cuya 
exageración sería el crimen. No; habrá 
ideado alguna escena patética, vendrá a 
ponerse entre las dos espaldas, y esto 
será ridículo sobre el terreno, como ha 
sido sublime aquí. 
El encarnado del orgullo se dejó ver 
en la frente del conde. 
—¡ Ridículo!... ¡Y recaería sobre 
mí!... ¡ Yo... ridículo! Vamos, prefiero 
Morir, 
- Y a fuerza de exagerarse así la acción 
del día siguiente, acabó por exclamar : 
—;¡ Qué tontería |! ¡ Hacer el generoso 
colocándose como un poste a la boca de 
la pistola que tendrá en la mano aquel 
joven! Jamás creerá que mi muerte ha 
sido un suicidio, y con todo, importa por 
el honor de mi memoria... (no es vani- 
dad, Dios mío, sino un justo orgullo) ; 
Importa que el mundo sepa que he con- 
sentido yo, por mi voluntad, por mi li- 
bre albedrío, en detener mi brazo. Es 
¿Preciso y lo haré. 
.. Y cogiendo una pluma, sacó un papel 
¡de uno de los cajones de la papelera y 
trazó al final de este papel, que era su 
testamento, hecho desde su llegada a 
arís, una especie de codicilo, en el que 
s0 hacía comprender gu muerte aun a 
'0s menos avisados. 
—Hago esto, Dios mio — dijo con 
los ojos levantados al cielo—, tanto por 
el honor vuestro como por el mío: me 
$ considerado durante diez años como 
MONTECRISTO 169 
el enviado de vuestra venganza, y es 
necesario que ese miserable Morcef, y 
un Danglars, y un Villefort se enteren 
de que la casualidad les ha libertado de 
su enemigo. Sepan que la Providencia, 
que había ya decretado su castigo, ha 
variado ; pero le espera en el otro mun- 
do, y sólo ba cambiado el tiempo por la 
eternidad. 
Interin flotaba entre sombrías incer- 
tidumbres, verdaderos sueños del hom- 
bre despierto por el dolor, el día, que en- 
traba por los cristales, vino a iluminar 
sus manos pálidas, que tenían aún el 
azulado papel en que acababa de trazar 
aquella sublime justificación de la Pro- 
videncia. 
Eran las cinco de la mañana. 
De repente llegó a su oído un peque- 
ño ruido ; creyó haber sentido un suspi- 
ro; volvió la cabeza, miró alrededor y 
no vió a nadie ; el ruido sí se repitió bas- 
tante claro para que la certidumbre su- 
cediese a la duda. 
Se levantó, abrió con cuidado la puer- 
ta del salón y vió sentada en un sillón, 
con los brazos caídos y su hermosa ca- 
beza inclinada atrás, a la bella Haydée, 
que se había sentado frente a la puer- 
ta, pero que el desvelo y el cansancio la 
habían rendido : el ruido que hizo el 
conde al abrir la puerta no la despertó. 
Montecristo fijó en ella una mirada 
llena de dulzura. 
—HEilla se ha acordado — dijo—, que 
tenía un hijo, y yo he olvidado que te- 
nía una hija. 
Y meneando la cabeza, añadió : 
—Ha querido verme. ¡Pobre Hay- 
dóe | Ha querido hablarme ; teme o adi- 
vina lo que ha sucedido... No, yo no 
puedo irme sin decirle adiós; no puedo 
morir sin confiarla a alguno. 
Volvió adentro, y sentándose de nue- 
vo agregó estas líneas : 
«Lego a Maximiliano Morrel, capitán 
de spahis, e hijo de mi antiguo patrón 
Pedro Morrel, armador en Marsella, 
veinte millones, de los que dará una par- 
te a su hermana Julia y a su cuñado 
Manuel, en el caso de que crea que un 
aumento de fortuna no ha de perturbar 
su dicha : estos veinte millones están en- 
torrados en mi gruta de Montecristo. 
Bertuccio sabe el secreto.
	        
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