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EL CONDE DE
¡poder llevar hasta el fin, era, según mi
«voluntad y no según mis fuerzas, y me
¡Será preciso abandonarlo a la mitad de
mi camino. ¡Ay! ¡Me haré fatalista,
cuando catorce años de desesperación y
diez de confianza me habían hecho pro-
videncial! Y todo esto, ¡ Dios mío !, por-
que mi corazón, que yo creía muerto,
estaba solamente amortiguado ; porque
se ha despertado y ha latido, porque ha
cedido al dolor y a la impresión que ha
icausado en mi pecho la voz de una mu-
jor. Y, sin embargo — continuó el con-
de abismándose cada vez más en la idea
del terrible día siguiente que había acep-
tado Mercedes—; sin embargo, es im-
posible que esa mujer, cuyo corazón es
tan noble, haya obrado así por egoísmo,
y consentido en que me deje matar yo,
lleno de vida y fuerza; es imposible
que lleve hasta este punto el amor o el
delirio maternal; hay virtudes cuya
exageración sería el crimen. No; habrá
ideado alguna escena patética, vendrá a
ponerse entre las dos espaldas, y esto
será ridículo sobre el terreno, como ha
sido sublime aquí.
El encarnado del orgullo se dejó ver
en la frente del conde.
—¡ Ridículo!... ¡Y recaería sobre
mí!... ¡ Yo... ridículo! Vamos, prefiero
Morir,
- Y a fuerza de exagerarse así la acción
del día siguiente, acabó por exclamar :
—;¡ Qué tontería |! ¡ Hacer el generoso
colocándose como un poste a la boca de
la pistola que tendrá en la mano aquel
joven! Jamás creerá que mi muerte ha
sido un suicidio, y con todo, importa por
el honor de mi memoria... (no es vani-
dad, Dios mío, sino un justo orgullo) ;
Importa que el mundo sepa que he con-
sentido yo, por mi voluntad, por mi li-
bre albedrío, en detener mi brazo. Es
¿Preciso y lo haré.
.. Y cogiendo una pluma, sacó un papel
¡de uno de los cajones de la papelera y
trazó al final de este papel, que era su
testamento, hecho desde su llegada a
arís, una especie de codicilo, en el que
s0 hacía comprender gu muerte aun a
'0s menos avisados.
—Hago esto, Dios mio — dijo con
los ojos levantados al cielo—, tanto por
el honor vuestro como por el mío: me
$ considerado durante diez años como
MONTECRISTO 169
el enviado de vuestra venganza, y es
necesario que ese miserable Morcef, y
un Danglars, y un Villefort se enteren
de que la casualidad les ha libertado de
su enemigo. Sepan que la Providencia,
que había ya decretado su castigo, ha
variado ; pero le espera en el otro mun-
do, y sólo ba cambiado el tiempo por la
eternidad.
Interin flotaba entre sombrías incer-
tidumbres, verdaderos sueños del hom-
bre despierto por el dolor, el día, que en-
traba por los cristales, vino a iluminar
sus manos pálidas, que tenían aún el
azulado papel en que acababa de trazar
aquella sublime justificación de la Pro-
videncia.
Eran las cinco de la mañana.
De repente llegó a su oído un peque-
ño ruido ; creyó haber sentido un suspi-
ro; volvió la cabeza, miró alrededor y
no vió a nadie ; el ruido sí se repitió bas-
tante claro para que la certidumbre su-
cediese a la duda.
Se levantó, abrió con cuidado la puer-
ta del salón y vió sentada en un sillón,
con los brazos caídos y su hermosa ca-
beza inclinada atrás, a la bella Haydée,
que se había sentado frente a la puer-
ta, pero que el desvelo y el cansancio la
habían rendido : el ruido que hizo el
conde al abrir la puerta no la despertó.
Montecristo fijó en ella una mirada
llena de dulzura.
—HEilla se ha acordado — dijo—, que
tenía un hijo, y yo he olvidado que te-
nía una hija.
Y meneando la cabeza, añadió :
—Ha querido verme. ¡Pobre Hay-
dóe | Ha querido hablarme ; teme o adi-
vina lo que ha sucedido... No, yo no
puedo irme sin decirle adiós; no puedo
morir sin confiarla a alguno.
Volvió adentro, y sentándose de nue-
vo agregó estas líneas :
«Lego a Maximiliano Morrel, capitán
de spahis, e hijo de mi antiguo patrón
Pedro Morrel, armador en Marsella,
veinte millones, de los que dará una par-
te a su hermana Julia y a su cuñado
Manuel, en el caso de que crea que un
aumento de fortuna no ha de perturbar
su dicha : estos veinte millones están en-
torrados en mi gruta de Montecristo.
Bertuccio sabe el secreto.