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Saint-Meran, se presentó a su imagina-
ción ; aquellos síntomas, solamente en
un grado más espantoso, eran también
los que precedieron a la muerte de Ba-
rrols.
Al mismo tiempo, le pareció que re-
sonaba en su oído la voz de Montecristo
que le había dicho no hacía aún dos
horas : «Cualquier cosa que necesitéis,
Morrel, venid a mí; puedo mucho.»
Más rápido que el pensamiento, mar-
chó desde el arrabal de Saint-Honoré a
la calle de Matignon, y desde allí a la
entrada de los Campos Elíseos.
Al mismo tiempo M. de Villefort lle-
gaba en un carruaje de alquiler a. la
puerta de la casa del doctor Avrigny ;
llamó con tanta violencia, que el portero
salió espantado ; subió la escalera sin te-
ner fuerzas para hablar ; el portero, que
lo conocía, le dejó pasar, gritándole so-
lamente :
—En su gabinete, señor procurador
del rey, en su gabinete.
Villefort empujaba ya, o más bien
forzaba la puerta.
—¡ Ah ¡—dijo el doctor—. ¿Sois vos?
—Si—dijo Villefort cerrando la puer-
ta—, sí, doctor, soy yo, que vengo a pre-
guntaros a mi vez si estamos solos. Doc-
tor, mi casa es una casa maldita,
—¡ Qué! — dijo éste fríamente en
apariencia, pero con grande emoción ex-
terior—, ¿tenéis algún otro enfermo?
—$1, doctor — gritó Villefort. aga-
rrándose con una mano convulsiva los
cabellos—. SÍ.
La mirada de Avrigny significaba :
—0Os lo había predicho.
- En seguida sus labios acentuaron len-
tamente estas palabras :
—¿Quién va a morir? ¿Qué nueva
víctima va a acusaros ante Dios de vues-
tra debilidad ?
Un doloroso suspiro salió del corazón
de Villefort ; se acercó al médico, y le
agarró por un brazo.
—;¡ Valentina ! — dijo— : ¡ Ha tocado
el turno a Valentina !
—¡ Vuestra hija! — exclamó
Avrigny, lleno de dolor y sorpresa.
—¿ Veis cómo os engañábais?—dijo
el magistrado—, venid a verla, y junto
a su lecho de dolor pedidle perdón por
haber sospechado de ella.
—Siempre que me habéis avisado
de
ALEJANDRO DUMAS
ha sido ya tarde — dijo el doctor—;
no importa, voy; pero démonos prisa ;
no puede perderse tiempo con los ene-
migos que atacan vuestra casa.
—¡ Oh! Esta vez no me echaróis en
cara mi debilidad; esta vez conocoré
al asesino y le castigaré. Procuremos
salvar la víctima antes de pensar en
vengarla, Vamos.
Y el carruaje en que había venido Vi-
llefort le condujo de nuevo al gran bro-
te acompañado de Avrigny, al mismo
tiempo que por su parte Morrel llama-
ba a la puerta de Montecristo,
El conde estaba en su gabinete, y
pensativo leía dos renglones que Ber-
tuccio acababa de escribirle de prisa.
Al oír nombrar a Morrel, del que no
hacía dos horas que se había separado,
el conde levantó la cabeza.
Para él, como para el conde, habían
pasado muchas cosas durante aquellas
dos horas, porque el joven que le dejó
con la risa en los labios traía su fisono-
mía alterada. Bl conde se levantó y sa-
lió al encuentro de Morrel.
—¿Qué hay, Maximiliano? Estáis
pálido y con la frente bañada en sudor.
Morrel cayó sobre un sillón,
—Sl dijo—, he venido corriendo ;
tenía necesidad de hablaros.
—¿ Todos están buenos en vuestra
casa? — preguntó el conde en un tono
tan afectuoso, que nadie podía dudar
de su sinceridad.
-—Gracias, conde, gracias — dijo el
joven visiblemente embarazado pará
empezar la conversación—. Sí, mi [a
milia está toda buena.
—Tanto mejor, ¿y, sin embargo, te-
néis algo que decirme? — le dijo €
conde cada vez más inquieto. y
—$í — dijo Morrel—, acabo de sali!
de una casa, en que la muerte ha entri-
do, para correr a vos.
—¿ Venís de casa de Morcef? — pre
guntó Montecristo.
—No — dijo Morrel—. ¿Ha muert
alguien en casa de Morcef?
—El general se ha levantado la tap*
de los sesos — respondió friamenté
Montecristo. y
—¡ Pobre condesa! — dijo Maxim"
liano—, a ella es a la que compadezco:
—Compadeced también a Alberto,
Maximiliano ; porque, creedme, €8 UD