El, CONDE DE
- hijo digno de la condesa ; pero, volva-
mos a vos; veníais para decirme algo;
¿tendría la dicha de que necesitaseis de
mi?
—$fí, necesito de vos; es decir, he
creído como un insensato, que podríais
socorrerme en unas circunstancias en
que sólo Dios puede hacerlo.
—Decid, con todo — respondió Mon-
tecristo.
—¡Oh! — dijo Morrel—. No sé si
me será ¡permitido revelar semejante
secreto a oídos humanos ; pero la fata-
lidad me conduce y la necesidad me
obliga a ello, conde...
Morrel se detuvo dudoso.
—¿Oreéis que os amo? — le pregun-
tó Montecristo, agarrándole la mano.
—Vos me animáis, y además hay al-
go aqui—y puso la mano sobre el cora-
zón—<que me dice que no debo tener
Secretos para vos.
' —Tenéis razón, Morrel ; Dios habla
a vuestro corazón, seguid sus impulsos.
—Conde, ¿me permitis que envíe a
Bautista a preguntar de parte vuestra
una persosa a quien conocéis?
—Me he puesto enteramente a vues-
tra disposición ; con mucha más razón
Mis criados.
—¡ Ah! Es que no puedo vivir mien-
tras no sepa que está mejor.
—¿ Queréis que llame a Bautista ?
—No; voy a hablarle yo mismo.
_Morrel, salió, llamó a Bautista, le
ljo en secreto algunas palabras, y el
Criado partió apresuradamente.
—Y bien. ¿Le habéis enviado ya?—
preguntó Montecristo sonriéndose.
—$í, y yo hablo; escuchad. Una tar-
de que estaba en un jardín oculto entre
as flores, y que nadie podía pensar que
Yo me hallaba allí, pasaron dos perso-
Das tan inmediatas (permitid que calle
Por ahora sus nombres), que pude oír
da su conversación sin perder una pa-
Abra, aunque hablaban en voz baja.
—¿Me vais a contar algo terrible, sl
he de creer vuestro temblor, Morrel?
. —¡ Oh! sf, muy terrible, amigo mío.
Acababa de morir uno, en la casa del
amo del jardín, en que yo me hallaba ;
Una de las dos personas cuya conver-
sación oía, era el amo del jardín, la
Otra el médico : el primero confiaba al
Segundo sus temores y sus penas, por-
MONTECRISTO 187
que era la segunda vez en un mes que
la muerte, rápida e imprevista, se pre-
sentaba en aquella casa que se creería
designada por algún ángel extermina-
dor a la cólera del Señor.
—¡ Ah! ¡ Ah! — dijo Montecristo mi-
rando fijamente al joven y volviéndose
en su sillón, de modo que su cara que-
dó en la sombra, mientras que a la de
Morrel la hería de frente la luz.
—$í — continuó éste—, la muerte
había entrado dos veces en esta casa en
un mes.
—¿Y qué respondía el doctor ?—pre-
guntó Montecristo.
—Respondía... que aquella muerte
no era natural y debía atribuirse...
—¿A qué?
—Al veneno.
—¿De veras? — dijo Montecristo
con aquella tos ligera que en los mo-
mentos de gran conmoción le servía pa-
ra disimular, ya sea lo sonrosado o páli-
do de su rostro, ya la atención misma
con que escuchaba—. ¿De veras, Ma-
ximiliano, habéis oído todas esas cosas?
—S$í, querido conde, las he oido ; y el
doctor añadió que, si semejante suceso
se renovaba, se creería obligado a dar
parte a la justicia.
Montecristo escuchaba o parecía es-
cuchar con la mayor tranquilidad.
—Y bien, la muerte se ha presentado
por tercera vez — dijo Maximiliano—,
y ni el amo de la casa ni el doctor han
hecho nada ; la muerte va a herir por
cuarta vez. Conde, ¿a qué creéis que
me obliga el conocimiento de este se-
creto ?
—Mi querido amigo — le respondió
Montecristo—, me parece que contáis
una aventura que todos conocemos. La
casa en que habéis oído eso yo la conoz-
co, o al menos una igual, en que hay
jardín, padre de familia, doctor y tres
muertes extrañas e inesperadas ; pues
bien, yo que no he sorprendido secre-
tos, pero lo sabía como vos, tengo es-
crúpulos de conciencia. Nada tengo que
ver con eso. Decís que un ángel exter-
minador parece que ha señalado esa casa
a la cólera del Señor; ¿y quién os ase-
gura que vuestra suposición no es una
realidad? No veáis las cosas que no ven
los que tienen un interés en ello, Si es
la justicia y no la cólera de Dios la que