Full text: Tomo 2 (2)

El, CONDE DE 
- hijo digno de la condesa ; pero, volva- 
mos a vos; veníais para decirme algo; 
¿tendría la dicha de que necesitaseis de 
mi? 
—$fí, necesito de vos; es decir, he 
creído como un insensato, que podríais 
socorrerme en unas circunstancias en 
que sólo Dios puede hacerlo. 
—Decid, con todo — respondió Mon- 
tecristo. 
—¡Oh! — dijo Morrel—. No sé si 
me será ¡permitido revelar semejante 
secreto a oídos humanos ; pero la fata- 
lidad me conduce y la necesidad me 
obliga a ello, conde... 
Morrel se detuvo dudoso. 
—¿Oreéis que os amo? — le pregun- 
tó Montecristo, agarrándole la mano. 
—Vos me animáis, y además hay al- 
go aqui—y puso la mano sobre el cora- 
zón—<que me dice que no debo tener 
Secretos para vos. 
' —Tenéis razón, Morrel ; Dios habla 
a vuestro corazón, seguid sus impulsos. 
—Conde, ¿me permitis que envíe a 
Bautista a preguntar de parte vuestra 
una persosa a quien conocéis? 
—Me he puesto enteramente a vues- 
tra disposición ; con mucha más razón 
Mis criados. 
—¡ Ah! Es que no puedo vivir mien- 
tras no sepa que está mejor. 
—¿ Queréis que llame a Bautista ? 
—No; voy a hablarle yo mismo. 
_Morrel, salió, llamó a Bautista, le 
ljo en secreto algunas palabras, y el 
Criado partió apresuradamente. 
—Y bien. ¿Le habéis enviado ya?— 
preguntó Montecristo sonriéndose. 
—$í, y yo hablo; escuchad. Una tar- 
de que estaba en un jardín oculto entre 
as flores, y que nadie podía pensar que 
Yo me hallaba allí, pasaron dos perso- 
Das tan inmediatas (permitid que calle 
Por ahora sus nombres), que pude oír 
da su conversación sin perder una pa- 
Abra, aunque hablaban en voz baja. 
—¿Me vais a contar algo terrible, sl 
he de creer vuestro temblor, Morrel? 
. —¡ Oh! sf, muy terrible, amigo mío. 
Acababa de morir uno, en la casa del 
amo del jardín, en que yo me hallaba ; 
Una de las dos personas cuya conver- 
sación oía, era el amo del jardín, la 
Otra el médico : el primero confiaba al 
Segundo sus temores y sus penas, por- 
MONTECRISTO 187 
que era la segunda vez en un mes que 
la muerte, rápida e imprevista, se pre- 
sentaba en aquella casa que se creería 
designada por algún ángel extermina- 
dor a la cólera del Señor. 
—¡ Ah! ¡ Ah! — dijo Montecristo mi- 
rando fijamente al joven y volviéndose 
en su sillón, de modo que su cara que- 
dó en la sombra, mientras que a la de 
Morrel la hería de frente la luz. 
—$í — continuó éste—, la muerte 
había entrado dos veces en esta casa en 
un mes. 
—¿Y qué respondía el doctor ?—pre- 
guntó Montecristo. 
—Respondía... que aquella muerte 
no era natural y debía atribuirse... 
—¿A qué? 
—Al veneno. 
—¿De veras? — dijo Montecristo 
con aquella tos ligera que en los mo- 
mentos de gran conmoción le servía pa- 
ra disimular, ya sea lo sonrosado o páli- 
do de su rostro, ya la atención misma 
con que escuchaba—. ¿De veras, Ma- 
ximiliano, habéis oído todas esas cosas? 
—S$í, querido conde, las he oido ; y el 
doctor añadió que, si semejante suceso 
se renovaba, se creería obligado a dar 
parte a la justicia. 
Montecristo escuchaba o parecía es- 
cuchar con la mayor tranquilidad. 
—Y bien, la muerte se ha presentado 
por tercera vez — dijo Maximiliano—, 
y ni el amo de la casa ni el doctor han 
hecho nada ; la muerte va a herir por 
cuarta vez. Conde, ¿a qué creéis que 
me obliga el conocimiento de este se- 
creto ? 
—Mi querido amigo — le respondió 
Montecristo—, me parece que contáis 
una aventura que todos conocemos. La 
casa en que habéis oído eso yo la conoz- 
co, o al menos una igual, en que hay 
jardín, padre de familia, doctor y tres 
muertes extrañas e inesperadas ; pues 
bien, yo que no he sorprendido secre- 
tos, pero lo sabía como vos, tengo es- 
crúpulos de conciencia. Nada tengo que 
ver con eso. Decís que un ángel exter- 
minador parece que ha señalado esa casa 
a la cólera del Señor; ¿y quién os ase- 
gura que vuestra suposición no es una 
realidad? No veáis las cosas que no ven 
los que tienen un interés en ello, Si es 
la justicia y no la cólera de Dios la que
	        
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