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—¿Firmaréis el contrato?
—No veo ningún inconveniente ; mis
escrúpulos 10 llegan a tanto.
—En fin, puesto que no queréis con-
cederme más, preciso me será conten-
tarme; pero una palabra aún, conde.
—¿Qué más?
—Un consejo.
— Tened cuidado ; un consejo es más
gue un servicio.
—;¡ Oh ! Este podéis dármelo sin com-
prometeros.
—Decid.
—¿El dote de mi mujer, es de qui-
nientos mil francos?
—Tal me ha dicho Danglars mismo.
—¿Debo recibirlo o dejarlo entre las
anos del notario?
—Os diré lo que sucede generalmen-
te cuando esas cosas sé hacen con de-
licadeza. Los dos notarios quedan cita-
dos el día del contrato para el siguien-
te; en él cambian los dotes y se dan
mutuamente recibo; después, celebra-
do el matrimonio, los ponen a vuestra
disposición como jefe de la comunidad.
Es — dijo Andrés con cierta in-
quietud mal disimulada — que yo he
oído decir a mi suegro que tenía inten-
ción de colocar nuestros fondos en ese
famoso negocio del camino de hierro de
que me hablabais hace poco.
—Y bien—respondió Montecristo—,
según asegura todo el mundo, es un
medio de que vuestros capitales se tri-
pliquen en un año, El barón de Dan-
glars es buen padre y sabe contar.
—Vamos, pues, todo va bien; salvo
vuestra negativa, que me parte el
corazón. >
—Atribuidla solamente a mis escrú-
pulos, naturales en estas circunstan-
clas.
—Vaya — dijo Andrés—, de todos
modos, sea como queráis: hasta esta
noche a las nueve.
—Hasta la noche.
Y a pesar de una ligera resistencia
“de Montecristo, cuyos labios palidecie-
ron, pero que conservó su sonrisa, An-
drés cogió una de sus manos, la apre-
tó, montó en su faetón, y desapareció.
Las cuatro o cinco horas que faltaban
hasta las nueve las empleó Andrés en
visitar a sus numerosos amigos, invi-
tándolos a que se hallasen presentes a
ALEJANDRO DUMAS
la ceremonia, y procurando deslumbrar-
les con la promesa de acciones, que
han vuelto locos después a tantos, y CU-
ya iniciativa pertenecía a Danglars.
En efecto; a las ocho y media de la
noche el gran salón de Danglars, las
galerías y tres salones más estaban lle-
nos de una multitud perfumada, a la
que no atraía la simpatía, sino la irre-
sisbible necesidad de la novedad.
No es necesario decir que los salo-
nes resplandecían con la claridad de mil
bujías y dejaban ver aquel lujo de mal
gusto que sólo tenía en su favor la ri-
queza.
Eugenia estaba vestida con la senci.
llez más elegante ; un vestido de seda
blanco, una rosa blanca medio perdida
entre sus cabellos, más negros que el
ébano, componían todo su adorno, sin
que la más pequeña joya hubiese teni-
do entrada en él. Se leía en sus ojos un
mentís dado a cuanto podía tener de
virginal y sencillo aquel cándido ves-
tido,
La señora de Danglars, a treinta pa-
sos de ella, hablaba con Debray, Beau-
champ y Chateau Renaud. Debray ha-
bía vuelto a entrar en la casa para aque-
lla solemnidad ; pero como otro cual:
quiera y sin ningún privilegio parti:
cular.
Andrés, del brazo de uno de los más
elegantes dandys de la Opera, le ex-
plicaba impertinentemente, en aten:
ción a que era necesario ser bien atre-
vido para hacerlo, sus proyectos fubu-
ros y el progreso de lujo que pensab%
hacer con sus ciento setenta y cinco M
libras de renta.
La multitud se movía en aquellos $4-
lones como un flujo y reflujo de turque-
sas, rubies y esmeraldas; como sgucé-
de siempre, las más viejas eran la%
más adornadas, y las más feas las qué
se mostraban con más obstinación. $
había algún blanco lirio o alguna ros%
suave y perfumada, era preciso busca!”
los en un rincón apartado, guardados por
una vigilante madre o tía.
A cada instante, en medio de un tl-
multo de risas, se oía la voz de un crió”
do que anunciaba un nombre conock
do en la Hacienda, respetado en el ejór-
cito o ilustre en las letras ; vefase eb”
tonces un ligero movimiento en los grW