EL CONDE DE
puesta, sacó un vestido completo de
hombre, desde las botas hasta la levita,
con provisión de ropa blanca, y si no se
veía nada superfluo, no se echaba tam-
poco de menos lo necesario.
Con una prontitud que indicaba que
ho era la primera vez que por broma se
había puesto los vestidos del otro sexo,
Eugenia se calzó las botas, se puso un
pantalón, anudó su corbata, abrochó
hasta arriba su chaleco y se puso una le-
Vita que dejaba ver su fino talle.
—Estás muy bien, de veras, muy
bien — dijo Luisa mirándola con admi-
ración—, ¿Pero y esos hermosos cabe-
llog negrua y esas trenzas magníficas
que hacen suspirar de envidia a todas
las mujeres, cabrán en un sombrero de
hombre como el que veo allí?
—Voy a verlo — respondió Eugenia.
Y cogiendo con la mano izquierda
la espesa trenza que no cabía entre sus
dedos, tomó con la derecha unas tije-
tas largas, y pronto el acero rechinó en-
tre aquella hermosa cabellera, que cayó
entera a los pies de la joven.
Cortada la trenza superior, pasó a las
de las sienes, que cortó sucesivaménte
sin la menor señal de sentimiento ; sus
Ojos, por el contrario, brillaron con más
Wlegría que de costumbre bajo sus ne-
gras pestañas.
—¡ Oh, qué lástima de cabellos tan
hermosos !
-—¿Y qué? ¿no estoy cien veces me-
jor así? — dijo Eugenia alisando sus
bucles—. ¿No me encuentras más her-
Mosa ?
—Siempre lo eres — respondió Lui-
Sa—, Ahora, ¿adónde vamos?
—A Bruselas, si quieres; es la fron-
ra más próxima : de allí iremos a Lié-
ge, Aix-la-Chapelle, subiremos el Rin
lasta Strasburgo, y atravesando Suiza,
ajaremos a Italia por el San Gotardo.
¿Te acomoda así?
Bl.
—¿ Qué miras?
—Te miro que estás adorable asi ;
89 diría que me llevas robada.
—Y, por Dios, tienes razón.
- ¡Oh! Creo que has jurado, Eu-
genia.
Y las dos jóvenes, a las que creían
WMegadas en llanto, la una por sí y la
Otra por amor a su amiga, prorrumpie-
MONTECRÍSTO 203
ron en una risa descompasada, al mismo
tiempo que hacían desaparecer las seña.
les más visibles del desorden que natu-
ralmente había acompañado a sus pre-
parativos de evasión.
Apagaron después las luces, y con el
ojo alerta y el oído atento, las dos fugi-
tivas abrieron la puerta del gabinete y
del tocador que daba a una escalera in-
terior y conducía hasta el patio de en-
trada.
Eugenia iba delante, sosteniendo con
una mano la valija que por el asa opues-
ta Luisa apenas podía sostener con las
dos.
Las doce daban y el gran patio esta-
ba solitario; el portero velaba aún, a
por lo menos, estaba levantado.
Eugenia se acercó poco a poco, y vió
al suizo que dormía en su cuarto, ten-
dido en un sillón. Volvióse a Luisa, to-
mó el pequeño baúl que habían dejado
un momento en el suelo, y las dos si-
guieron la sombra del muro y se diri-
gieron al arco de entrada.
—¡ La puerta! — dijo con su bella
voz de contralto, tocando al vidrio.
El conserje se levantó, y dió algunos
pasos para reconocer al que salía, como
Eugenia había previsto, y viendo un jo-
ven que batía impaciente su pantalón
con el bastón, abrió al momento.
Luisa se deslizó como una cule-
bra por la puerta entreabierta y salió
fuera. Eugenia, tranquila en la aparien-
cia, aunque es probable que su corazón
latiese con más violencia que de cos-
tumbre, salió después.
Pasaba un mandadero, y le cargaron
con el baúl, le indicaron el sitio adon-
de debía dirigirse, calle de la Victoria,
número 385, y marcharon tras aquel
hombre, cuya compañía daba ánimo a
Luisa; Eugenia era tan fuerte como
Judith o Dalila.
Llegaron al número indicado, y Eu-
genia dió orden al mandadero de que
dejase el baúl en el suelo ; pagóle, reti-
róse aquél, y entonces tocó a una ven-
tana ; vivía en el cuarto una costurera
que estaba prevenida de antemano, y
aun no se había acostado. |
—Señorita — dijo Eugenia—, haced
sacar por el portero mi silla de posta, y
enviadle a buscar caballos; dadle esos
cinco francos por su trabajo.
OR