Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
puesta, sacó un vestido completo de 
hombre, desde las botas hasta la levita, 
con provisión de ropa blanca, y si no se 
veía nada superfluo, no se echaba tam- 
poco de menos lo necesario. 
Con una prontitud que indicaba que 
ho era la primera vez que por broma se 
había puesto los vestidos del otro sexo, 
Eugenia se calzó las botas, se puso un 
pantalón, anudó su corbata, abrochó 
hasta arriba su chaleco y se puso una le- 
Vita que dejaba ver su fino talle. 
—Estás muy bien, de veras, muy 
bien — dijo Luisa mirándola con admi- 
ración—, ¿Pero y esos hermosos cabe- 
llog negrua y esas trenzas magníficas 
que hacen suspirar de envidia a todas 
las mujeres, cabrán en un sombrero de 
hombre como el que veo allí? 
—Voy a verlo — respondió Eugenia. 
Y cogiendo con la mano izquierda 
la espesa trenza que no cabía entre sus 
dedos, tomó con la derecha unas tije- 
tas largas, y pronto el acero rechinó en- 
tre aquella hermosa cabellera, que cayó 
entera a los pies de la joven. 
Cortada la trenza superior, pasó a las 
de las sienes, que cortó sucesivaménte 
sin la menor señal de sentimiento ; sus 
Ojos, por el contrario, brillaron con más 
Wlegría que de costumbre bajo sus ne- 
gras pestañas. 
—¡ Oh, qué lástima de cabellos tan 
hermosos ! 
-—¿Y qué? ¿no estoy cien veces me- 
jor así? — dijo Eugenia alisando sus 
bucles—. ¿No me encuentras más her- 
Mosa ? 
—Siempre lo eres — respondió Lui- 
Sa—, Ahora, ¿adónde vamos? 
—A Bruselas, si quieres; es la fron- 
ra más próxima : de allí iremos a Lié- 
ge, Aix-la-Chapelle, subiremos el Rin 
lasta Strasburgo, y atravesando Suiza, 
ajaremos a Italia por el San Gotardo. 
¿Te acomoda así? 
Bl. 
—¿ Qué miras? 
—Te miro que estás adorable asi ; 
89 diría que me llevas robada. 
—Y, por Dios, tienes razón. 
- ¡Oh! Creo que has jurado, Eu- 
genia. 
Y las dos jóvenes, a las que creían 
WMegadas en llanto, la una por sí y la 
Otra por amor a su amiga, prorrumpie- 
MONTECRÍSTO 203 
ron en una risa descompasada, al mismo 
tiempo que hacían desaparecer las seña. 
les más visibles del desorden que natu- 
ralmente había acompañado a sus pre- 
parativos de evasión. 
Apagaron después las luces, y con el 
ojo alerta y el oído atento, las dos fugi- 
tivas abrieron la puerta del gabinete y 
del tocador que daba a una escalera in- 
terior y conducía hasta el patio de en- 
trada. 
Eugenia iba delante, sosteniendo con 
una mano la valija que por el asa opues- 
ta Luisa apenas podía sostener con las 
dos. 
Las doce daban y el gran patio esta- 
ba solitario; el portero velaba aún, a 
por lo menos, estaba levantado. 
Eugenia se acercó poco a poco, y vió 
al suizo que dormía en su cuarto, ten- 
dido en un sillón. Volvióse a Luisa, to- 
mó el pequeño baúl que habían dejado 
un momento en el suelo, y las dos si- 
guieron la sombra del muro y se diri- 
gieron al arco de entrada. 
—¡ La puerta! — dijo con su bella 
voz de contralto, tocando al vidrio. 
El conserje se levantó, y dió algunos 
pasos para reconocer al que salía, como 
Eugenia había previsto, y viendo un jo- 
ven que batía impaciente su pantalón 
con el bastón, abrió al momento. 
Luisa se deslizó como una cule- 
bra por la puerta entreabierta y salió 
fuera. Eugenia, tranquila en la aparien- 
cia, aunque es probable que su corazón 
latiese con más violencia que de cos- 
tumbre, salió después. 
Pasaba un mandadero, y le cargaron 
con el baúl, le indicaron el sitio adon- 
de debía dirigirse, calle de la Victoria, 
número 385, y marcharon tras aquel 
hombre, cuya compañía daba ánimo a 
Luisa; Eugenia era tan fuerte como 
Judith o Dalila. 
Llegaron al número indicado, y Eu- 
genia dió orden al mandadero de que 
dejase el baúl en el suelo ; pagóle, reti- 
róse aquél, y entonces tocó a una ven- 
tana ; vivía en el cuarto una costurera 
que estaba prevenida de antemano, y 
aun no se había acostado. | 
—Señorita — dijo Eugenia—, haced 
sacar por el portero mi silla de posta, y 
enviadle a buscar caballos; dadle esos 
cinco francos por su trabajo. 
OR
	        
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