214 'ALEJANDRO DUMAS
Admirada de aquella tranquilidad ca-
si burlona, madama Danglars miró a Vi-
llefort.
le preguntó con un tono lleno de dolo-
rosa dignidad.
—Habe. que sí — respondió Ville-
fort, cuyas palidas mejillas se cubrie-
ron de un vivo encarnado al dar aque-
lla seguridad que hacía alusión a otros
sucesos muy distintos de los que los ocu-
paban en el momento.
—Pues bien ; entonces sed más afec-
tuoso, mi querido Villefort, y cuando
soy tan desgraciada, no me digáis que
debo estar contenta.
Villefort se inclinó.
—Cuando oigo hablar de desgracias,
señora, hace tres meses que he tomado
el vicio, si queréis, de hacer una com-
paración egoísta con las mías, y al la-
do de ellas la vuestra es nada ; ved por
qué vuestra posición me parece envi-
diable. ¿Declais, señora... ?
—Venía a saber de vos, amigo mio,
en qué estado se halla el asunto de ese
impostor.
—¡ Impostor ! — repitió Villefort—.
Tistáls resuelta a disimular ciertas cosas
y exagerar otras ; ¡impostor M. Andrés
Cavalcanti, o mejor, Benedetto! Os
engañáls, señora ; M. Benedetto es un
bello y buen asesino.
—No niego la rectitud de vuestra en-
mienda ; pero mientras más severo seáis
con ese desgraciado, más haréis contra
nosotros. Olvidadlo un momento, y en
lugar de perseguirlo, dejadle huir.
-—Venís tarde, señora; ya están da-
das las órdenes.
—Y si lo prenden... ¿Creéis que lo
prenderán?
—Así lo espero.
—S$i lo prenden (oíd, siempre he oido
decir que las prisiones no se desocupan) ;
pues bien, dejadle en ella.
El procurador del rey hizo un signo
negativo.
—Al menos hasta que esté casada mi
hija — añadió la baronesa.
-—Imposible, señora, la justicia tie-
ne sus trámites.
—¿ Para mi también? — dif6 la ba-
ronesa medio seria, medio risueña.
—Para todos—respondió Villefort—,
y para mí como para los demás,
—¡ Ah! — exclamó la baronesa, sin
añadir con sus palabras el pensamien-
: to que revelaba esta exclamación.
—¿He venido a ver a un amigo?— *
Villefort se puso a contemplarla con
aquel ademán con que solía sondear el
pensamiento.
—Ya ; comprendo lo que queréis de-
cir — le dijo—: aludís a esos terribles
rumores esparcidos por ahí, de que to-
das esas muertes que hace tres meses
me visten de negro, que esa muerte de
que ha escapado Valentina como por mi:
lagro, no son naturales, ¿no es verdad?
—No pensaba en eso — dijo vivamen-
te madama Danglars.
—¡ Sí! Pensabais, señora, y con rar
zóÓn, porque no podía ser de otra mar
nera, y decíais para vos misma : «Tú,
que persigues el crimen, responde;
¿por qué hay en tu derredor crímeneS
que permanecen impunes?» Eso es lo
que os decíals; ¿no es así, señora ?
—Verdad es, lo confieso.
—Ahora voy a responderos.
Villefort acercó su sillón a la silla de
madama Danglars, y después, apoyan-
do ambas manos en su pupitre, y 40-
mando una entonación más sorda qué
de costumbre, añadió :;
—Hay crímenes que quedan impu-
nes, porque no se conoce a los crimina
les, y porque se teme herir en una car
beza inocente, en vez de herir en unú
cabeza culpable ; pero cuando sean C0-
nocidos esos criminales (Villefort ex
tendió la mano hacia un crucifijo gran
de, colocado delante del pupitre), cuaD-
do esos criminales sean tonocidos, 10"
pito, por Dios vivo, señora, moriráM»
sean quienes fueren. Ahora, pues, de%
pués del juramento que acabo de ha-
cer, y que cumpliré, ¡ atreveos, señort
a pedirme gracia para ese miserable!
—¡ Eb! ¿Y estáis seguro de que $0%
tan culpable como se dice? — pregul”
tó madama Danglars,
—Escuchad, escuchad su regóstro*
Benedetto, condenado primero a cin
años de galeras por falsificador, a Y
edad de diez y seis años ; el mozo PI”
metía, según veis ; luego, prófugo ; 4e*
pués, asesino.
—¿Pero quién es ese desgraciado?
—¿Quién llo sabe? Un vagabundo,
UN COrgo,