ED CONDE DE
—¿Y nadie se ha presentado a inte-
resarse por él?
—Nadie ; no se conoce a sus padres.
—¿Pero ese hombre que ha venido
le Luca?
—Otro tal; su cómplice acaso.
La baronesa cruzó las manos.
—¡ Villefort ! — exclamó con el tono
Más dulce y cariñoso.
—¡ Por Dios, señora! — respondió
el procurador del rey con una firmeza
que no carecía de sequedad—. ¡Por
Dios! No me pidáis jamás gracias pa-
ta un criminal, ¿Qué soy yo? La ley.
¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra
tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír
vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la
ley para comprender la delicadeza de
vuestro pensamiento? No, señora; la
ley manda, y cuando manda la ley,
en el momento hiere. Me diréis que soy
un ser viviente, y no un Código; un
hombre, y no. un libro; pero miradme,
mirad, señora, en mi derredor; ¿me
han perdonado? ¿Ha tenido nadie gra-
tia para M. de Villefort, ni se le ha con-
cedido a nadie esa gracia? No, no, las-
timado, siempre lastimado. Aun insis-
tís, vos, que sois ahora una sirena más
len que una mujer, en mirarme con
esa mirada encantadora y expresiva que
Me recuerda que debo avergonzarme.
Pues bien, sea; sí, ¡avergonzarme de
lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa
más! ¡ Pero, al fin, después que yo he
sido culpable, y acaso más culpable que
Otros, desde entonces, yo he sacudido
los vestidos del prójimo para buscar de-
trás de ellos la llaga, y siempre he ha-
lado, siempre con gozo, con alegría, ese
sello de la debilidad o de la perversidad
wmana ! ¡Cada hombre culpable que
hallaba, y cada criminal que yo casti-
gaba, me parecía una demostración vi-
Va, una nueva prueba de que no era yo
una repugnante excepción ! ¡ Ay! ¡ Ay!
¡ Ay 1; Todo el mundo es malo, señora ;
demostrémoslo y castiguemos al malo!
Villefort pronunció estas últimas pa-
abras con una rabia nerviosa, que da-
Ji a su lenguaje una feroz elocuencia.
Madama Danglars continuó intentando
el último esfuerzo :
—¿ Pero no decís que ese joven es va-
gabundo, huérfano y abandonado de
todos?..,
MONTECRISTO
215
_ —Tanto peor, tanto peor, o por me-
jor decir, tanto mejor; la Providencia
lo ha permitido así para que nadie llore
por él.
—Es encarnizarse contra el débil, se-
ñor procurador del rey.
—El débil que asesina,
—$Su deshonor recae sobre mi casa.
—¿No tengo yo la muerte en la mía ?
—;¡ Oh !—dijo la baronesa—. ¿No te-
néis piedad para los demás? Pues bien ;
no la tendrán de vos.
—¡ Así sea! — dijo Villefort, levan-
tando al cielo su rostro amenazador.
—Dejad la causa de ese desgraciado
para los «Assises» venideros; eso nos
dará seis meses para que le olviden.
—No — dijo Villefort—, aun tengo
cinco días, mi instrucción está termi-
nada ; me sobra tiempo: además, co-
nocéis, señora, que yo también necesi-
to olvidar : pues bien; cuando trabajo
noche y día, hay momentos en que no
me acuerdo de nada, y soy dichoso co-
mo los muertos ; pero aun vale más es-
to que sufrir.
—Si se ha fugado, dejadle huir; la
inercia es una clemencia fácil.
—0s he dicho que era demasiado tar-
de, que al ser de día jugó el telégrafo,
Ya
—Señor — dijo el ayuda de cámara
entrando—, un dragón trae este despa-
cho del ministro del Interior.
Villefort tomó la carta y la abrió.
—Preso, lo han preso en Compiég-
ne ; se concluyó.
—Adiós — dijo madama Danglars le-
vantándose.
— Adiós, señora — respondió el pro-
curador del rey, acompañándola hasta
la puerta.
Después, volviendo a su despacho,
añadió :
-—Vamos ; tenía un crimen de false-
dad, tres de robos, dos incendios; me
faltaba un asesinato, helo aquí; la se-
sión será bella.
XXXIX.—La aparición.
Como había dicho el procurador del
rey a madama Danglars, Valentina no
estaba aún restablecida; quebrantada
por la fatiga, estaba en cama, y en ella
y por madama de Villefort supo los su-