Full text: Tomo 2 (2)

ED CONDE DE 
- —Y tenían un gusto amargo como el 
de la cáscara de naranja medio seca, 
¿es verdad ? 
—¡ Sí, Dios mio, sí! 
—+0h ! Todo lo explica eso — dijo 
Montecristo—; él sabe que aquí enve- 
benan, y quizá quién : ha querido pre- 
servaros a vos, su hija amada, contra la 
substancia mortal, y ésta ha venido a 
estrellarse contra ese principio de cos- 
tumbre ; ved por lo que vivís aún, cosa 
que me admiraba habiéndoos envene- 
bado hace cuatro días con un veneno 
que ordinariamente no tiene remedio. 
—¿Pero quién es el asesino? 
—UOs preguntaré a mi vez: ¿No ha- 
béis visto entrar a nadie de noche en 
vuestro cuarto ? 
—$Í ; muchas veces he creído ver pa- 
sar como unas sombras, acercarse, re- 
tirarse, y finalmente desaparecer ; pe- 
To creía que eran visiones de mi calen- 
bura; y hace un instante, cuando en- 
trasteis, creía que tenía el delirio o so- 
ñaba. 
—AsÍ, ¿no conocéis a la persona que 
atenta a vuestra vida ? 
—No. ¿Por qué desea mi muerte? 
—Vais a conocerla entonces — dijo 
Montecristo aplicando el oído. 
—¿Cómo?— preguntó Valentina mi- 
rando con terror alrededor. 
—Porque esta noche no tenéis ni fie- 
bre ni delirio ; estáis bien despierta, son 
las doce y es la hora de los asesinos. 
¡ Dios mío! ¡ Dios mio! — dijo Va- 
lentina enjugando el sudor que corría 
Por su frente. 
En efecto, las doce daban lenta y tris- 
temente ; se podía decir que cada golpe 
del martinete sobre el bronce, daba, so- 
bre el corazón de la joven. 
—Valentina — continuó el conde—, 
llamad todas vuestras fuerzas en vues- 
bro socorro; comprimid vuestro cora- 
zón en vuestro pecho ; detened vuestra 
voz en vuestra garganta; fingid que 
dormís y veréis. 
Valentina tomó la mano del conde. 
. —Me parece que oigo ruido — le di- 
Jo— ; retiraos. 
—Adiós ; hasta más ver—le dijo el 
conde. 
Después, con una sonrisa tan triste y 
paternal que penetró de reconocimien- 
to el corazón de la joven, se dirigió el 
MONTECRISTO 
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conde a la puerta de la biblioteca; pe- 
ro, volviéndose antes de cerrarla, dijo : 
—No hagáis un gesto, no digáis una 
palabra ; que os crea dormida, si no 08 
mataría antes que tuviese tiempo para 
SOCOLTeros. 
El conde desapareció en seguida, ce- 
rrando la puertas tras él. 
XL.—Locusta, 
Valentina se quedó sola : otros dos 
relojes más atrasados que el de San Fe- 
lipe de Roule, dieron aún las doce con 
repetidos intervalos, y aparte el leja- 
no ruido de tal carruaje, todo cayó de 
nuevo en silencio. 
Toda la atención de Valentina se fijó 
en el reloj de su cuarto, cuya aguja 
marcaba hasta los segundos ; empezó a 
contarlos, y notó que eran doble más 
lentos que los latidos de su corazón. 
Y con todo dudaba aún ; la inocente 
no podía figurarse que nadie desease su 
muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué 
mal había hecho que pudiese suscitarle 
un enemigo? 
No había miedo de que se durmiese ; 
una sola idea, una idea terrible, la te- 
nía despierta ; existía una persona en 
el mundo que había intentado asesinar. 
la y lo intentaría aún. Si esta vez aque- 
lla persona, cansada de ver la inefica. 
cia del veneno recurría, como lo había 
insinuado Montecristo, ¡al hierro! ¡ Si 
tocaba a su último instante ! ¡ Si no de- 
bía ver nunca a Morrel ! 
A aquella idea, que la cubrió a la vez 
de una palidez lívida y de un sudor he- 
lado, le faltó poco para agarrar el cor- 
dón de la campanilla y llamar en su 
socorro. Pero le pareció que por entre 
la cerradura de la biblioteca veía el ojo 
del conde, que velaba sobre su porve- 
nir, y que cuando pensaba en ello le 
causaba tal vergúenza, que se pregun- 
taba a sí misma si su reconocimiento 
llegaría a borrar el penoso efecto que 
producía la indiscreta amistad del conde, 
Veinte minutos, veinte eternidades 
pasaron de este modo, diez más en se- 
guida ; en fin, el reloj dió las doce y me. 
dia. En aquel momento un ruido casi 
imperceptible de la uña que rascaba la 
puerta de la biblioteca, le dió a enten-
	        
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