ED CONDE DE
- —Y tenían un gusto amargo como el
de la cáscara de naranja medio seca,
¿es verdad ?
—¡ Sí, Dios mio, sí!
—+0h ! Todo lo explica eso — dijo
Montecristo—; él sabe que aquí enve-
benan, y quizá quién : ha querido pre-
servaros a vos, su hija amada, contra la
substancia mortal, y ésta ha venido a
estrellarse contra ese principio de cos-
tumbre ; ved por lo que vivís aún, cosa
que me admiraba habiéndoos envene-
bado hace cuatro días con un veneno
que ordinariamente no tiene remedio.
—¿Pero quién es el asesino?
—UOs preguntaré a mi vez: ¿No ha-
béis visto entrar a nadie de noche en
vuestro cuarto ?
—$Í ; muchas veces he creído ver pa-
sar como unas sombras, acercarse, re-
tirarse, y finalmente desaparecer ; pe-
To creía que eran visiones de mi calen-
bura; y hace un instante, cuando en-
trasteis, creía que tenía el delirio o so-
ñaba.
—AsÍ, ¿no conocéis a la persona que
atenta a vuestra vida ?
—No. ¿Por qué desea mi muerte?
—Vais a conocerla entonces — dijo
Montecristo aplicando el oído.
—¿Cómo?— preguntó Valentina mi-
rando con terror alrededor.
—Porque esta noche no tenéis ni fie-
bre ni delirio ; estáis bien despierta, son
las doce y es la hora de los asesinos.
¡ Dios mío! ¡ Dios mio! — dijo Va-
lentina enjugando el sudor que corría
Por su frente.
En efecto, las doce daban lenta y tris-
temente ; se podía decir que cada golpe
del martinete sobre el bronce, daba, so-
bre el corazón de la joven.
—Valentina — continuó el conde—,
llamad todas vuestras fuerzas en vues-
bro socorro; comprimid vuestro cora-
zón en vuestro pecho ; detened vuestra
voz en vuestra garganta; fingid que
dormís y veréis.
Valentina tomó la mano del conde.
. —Me parece que oigo ruido — le di-
Jo— ; retiraos.
—Adiós ; hasta más ver—le dijo el
conde.
Después, con una sonrisa tan triste y
paternal que penetró de reconocimien-
to el corazón de la joven, se dirigió el
MONTECRISTO
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conde a la puerta de la biblioteca; pe-
ro, volviéndose antes de cerrarla, dijo :
—No hagáis un gesto, no digáis una
palabra ; que os crea dormida, si no 08
mataría antes que tuviese tiempo para
SOCOLTeros.
El conde desapareció en seguida, ce-
rrando la puertas tras él.
XL.—Locusta,
Valentina se quedó sola : otros dos
relojes más atrasados que el de San Fe-
lipe de Roule, dieron aún las doce con
repetidos intervalos, y aparte el leja-
no ruido de tal carruaje, todo cayó de
nuevo en silencio.
Toda la atención de Valentina se fijó
en el reloj de su cuarto, cuya aguja
marcaba hasta los segundos ; empezó a
contarlos, y notó que eran doble más
lentos que los latidos de su corazón.
Y con todo dudaba aún ; la inocente
no podía figurarse que nadie desease su
muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué
mal había hecho que pudiese suscitarle
un enemigo?
No había miedo de que se durmiese ;
una sola idea, una idea terrible, la te-
nía despierta ; existía una persona en
el mundo que había intentado asesinar.
la y lo intentaría aún. Si esta vez aque-
lla persona, cansada de ver la inefica.
cia del veneno recurría, como lo había
insinuado Montecristo, ¡al hierro! ¡ Si
tocaba a su último instante ! ¡ Si no de-
bía ver nunca a Morrel !
A aquella idea, que la cubrió a la vez
de una palidez lívida y de un sudor he-
lado, le faltó poco para agarrar el cor-
dón de la campanilla y llamar en su
socorro. Pero le pareció que por entre
la cerradura de la biblioteca veía el ojo
del conde, que velaba sobre su porve-
nir, y que cuando pensaba en ello le
causaba tal vergúenza, que se pregun-
taba a sí misma si su reconocimiento
llegaría a borrar el penoso efecto que
producía la indiscreta amistad del conde,
Veinte minutos, veinte eternidades
pasaron de este modo, diez más en se-
guida ; en fin, el reloj dió las doce y me.
dia. En aquel momento un ruido casi
imperceptible de la uña que rascaba la
puerta de la biblioteca, le dió a enten-