EL CONDE DE
—¿Qué queréis decir, caballero? —
Murmuró Villefort temblando a esta
hueva inspiración del delirio de Morrel.
. Quiero decir — continuó Maximi-
ano—, que hay dos hombres en vos,
Señor; el padre ha llorado bastante ;
Que el procurador del rey empiece su
dMicio.
Los ojos de Noirtier se animaron y
e Avrigny se acercó.
—Señor — continuó el joven, reco-
-triendo de una mirada los sentimientos
Que se pintaban en los semblantes de
todos—, sé lo que digo, y sabéis tan
len como yo lo que quiero decir. ¡ Va-
ntina ha muerto asesinada !
Villefort bajó la cabeza ; de Avrigny
%vanzó un paso ; Noirtier hizo sé con los
008,
. —Ahora bien — dijo Morrel—, en el
lempo en que vivimos, una criatura,
iunque no fuese joven, bella, adorable,
“omo era Valentina, no desaparece vio-
tamente del mundo sin que se pida
“uenta de su desaparición. Vamos, se-
Or procurador del rey — añadió Morrel
“ón una vehemencia que cada vez iba
n aumento—, ¡no haya piedad! Os
gnuncio el crimen ; buscad al asesino.
' sus ojos implacables interrogaban
Y Villefort, quien, por su parte, solici-
Aba con sus miradas tan pronto a de
Vrigny como a Noirtier ; pero en lugar
€ hallar socorro en las miradas de su
Padre o del doctor, Villefort encontró
“0 ellos la misma inflexibilidad que en
laximiliano.
—5í — hizo el anciano.
—Cierto — dijo el doctor.
—Caballero — replicó Villefort, pro-
“rando luchar aún contra aquella triple
“luntad y hasta contra su propia emo-
lón—, os engañáis ; no se cometen crÍ-
Wenes en mi casa ; la fatalidad me per-
Bue, Dios me prueba ; ¡es horroroso
isarlo ! pero no se asesina a nadie.
pomos ojos de Noirtier relampaguearon ;
* Avrigny abrió la boca para hablar ;
"ero Maximiliano, extendiendo el bra-
» hizo seña de que callasen todos.
—Y yo os digo que aquí se asesina—
Só Morrel cuya voz bajó, sin perder
0% ú% de su vibración acostumbrada—.
digo: ¡ved aquí la cuarta víctima
Cuatro meses! Os digo que intenta-
%% hace cuatro días envenenar a Valen-
3
MONTECRISTO 227
tina, y que no lo consiguieron, gracias
a las precauciones que tomó M. Noir-
tier. Os digo que esta vez han doblado
la dosis o cambiado el veneno, y han
conseguido su objeto ; añadiré, en fin,
que sabéis esto tam bien como yo, pues
el señor os ha prevenido como médico
y como amigo.
—/ Oh ! deliráis, caballero — dijo Vi-
llefort procurando evadirse del círculo
en que se encontraba encerrado.
— Delirio! — gritó Morrel—. ¡ De-
lirio! Apelo a M. de Avrigny ; pregun-
tadle si se acuerda de las palabras que
pronunció en vuestro jardín la noche de
la muerte de madama de Saint-Meran,
cuando los dos, creyéndoos solos, os
ocupabais en ella, y en la que esa fata.
lidad de quien habláis, y Dios, a quien
acusáls injustamente, no tuvieron más
parte que haber criado al asesino de
Valentina.
Villefort y de Avrigny se miraron.
—51, sí — dijo Morrel—, acordaos
porque aquellas palabras que crelais
pronunciadas en el silencio de la sole-
dad, cayeron en mis oídos ; ciertamen-
te, al ver aquella noche la culpable con-
descendencia de M. Villefort para con
los suyos, debía haberlo descubierto to.
do a la autoridad, y no sería cómplice,
como lo soy en este momento, de tu
muerte, Valentina, mi Valentina que-
rida ; pero el cómplice será el vengador,
porque esta cuarta muerte es ín fraganti,
visible a los ojos de todos, y si tu padre
te abandona, ¡oh! mi Valentina, te
lo juro, yo perseguiré a tu asesino.
Y esta vez, como si la Naturaleza se
apiadase de aquella fuerte organización
próxima a destrozarse por su demasia-
da fuerza, las últimas palabras de Mo-
rrel expiraron en sus labios ; mil suspi-
ros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tan-
to tiempo rebeldes, corrieron con abun-
dancia. Cayó de nuevo, llorando amar-
gamente cerca del lecho de Valentina.
Entonces tomó la palabra de Avrigny,
—Y yo también—dijo con una voz
fuerte—, yo también me uno a M. Mo-
rrel para pedir justicia contra el cri-
men, porque mi corazón se levanta con-
bra mí a la sola idea de que mi cobarde
complacencia ha animado al asesino.
—¡ Dios mio! ¡ Dios mío! — murmu-
ró Villefort aterrado,