Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
—¿Qué queréis decir, caballero? — 
Murmuró Villefort temblando a esta 
hueva inspiración del delirio de Morrel. 
. Quiero decir — continuó Maximi- 
ano—, que hay dos hombres en vos, 
Señor; el padre ha llorado bastante ; 
Que el procurador del rey empiece su 
dMicio. 
Los ojos de Noirtier se animaron y 
e Avrigny se acercó. 
—Señor — continuó el joven, reco- 
-triendo de una mirada los sentimientos 
Que se pintaban en los semblantes de 
todos—, sé lo que digo, y sabéis tan 
len como yo lo que quiero decir. ¡ Va- 
ntina ha muerto asesinada ! 
Villefort bajó la cabeza ; de Avrigny 
%vanzó un paso ; Noirtier hizo sé con los 
008, 
. —Ahora bien — dijo Morrel—, en el 
lempo en que vivimos, una criatura, 
iunque no fuese joven, bella, adorable, 
“omo era Valentina, no desaparece vio- 
tamente del mundo sin que se pida 
“uenta de su desaparición. Vamos, se- 
Or procurador del rey — añadió Morrel 
“ón una vehemencia que cada vez iba 
n aumento—, ¡no haya piedad! Os 
gnuncio el crimen ; buscad al asesino. 
' sus ojos implacables interrogaban 
Y Villefort, quien, por su parte, solici- 
Aba con sus miradas tan pronto a de 
Vrigny como a Noirtier ; pero en lugar 
€ hallar socorro en las miradas de su 
Padre o del doctor, Villefort encontró 
“0 ellos la misma inflexibilidad que en 
laximiliano. 
—5í — hizo el anciano. 
—Cierto — dijo el doctor. 
—Caballero — replicó Villefort, pro- 
“rando luchar aún contra aquella triple 
“luntad y hasta contra su propia emo- 
lón—, os engañáis ; no se cometen crÍ- 
Wenes en mi casa ; la fatalidad me per- 
Bue, Dios me prueba ; ¡es horroroso 
isarlo ! pero no se asesina a nadie. 
pomos ojos de Noirtier relampaguearon ; 
* Avrigny abrió la boca para hablar ; 
"ero Maximiliano, extendiendo el bra- 
» hizo seña de que callasen todos. 
—Y yo os digo que aquí se asesina— 
Só Morrel cuya voz bajó, sin perder 
0% ú% de su vibración acostumbrada—. 
digo: ¡ved aquí la cuarta víctima 
Cuatro meses! Os digo que intenta- 
%% hace cuatro días envenenar a Valen- 
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MONTECRISTO 227 
tina, y que no lo consiguieron, gracias 
a las precauciones que tomó M. Noir- 
tier. Os digo que esta vez han doblado 
la dosis o cambiado el veneno, y han 
conseguido su objeto ; añadiré, en fin, 
que sabéis esto tam bien como yo, pues 
el señor os ha prevenido como médico 
y como amigo. 
—/ Oh ! deliráis, caballero — dijo Vi- 
llefort procurando evadirse del círculo 
en que se encontraba encerrado. 
— Delirio! — gritó Morrel—. ¡ De- 
lirio! Apelo a M. de Avrigny ; pregun- 
tadle si se acuerda de las palabras que 
pronunció en vuestro jardín la noche de 
la muerte de madama de Saint-Meran, 
cuando los dos, creyéndoos solos, os 
ocupabais en ella, y en la que esa fata. 
lidad de quien habláis, y Dios, a quien 
acusáls injustamente, no tuvieron más 
parte que haber criado al asesino de 
Valentina. 
Villefort y de Avrigny se miraron. 
—51, sí — dijo Morrel—, acordaos 
porque aquellas palabras que crelais 
pronunciadas en el silencio de la sole- 
dad, cayeron en mis oídos ; ciertamen- 
te, al ver aquella noche la culpable con- 
descendencia de M. Villefort para con 
los suyos, debía haberlo descubierto to. 
do a la autoridad, y no sería cómplice, 
como lo soy en este momento, de tu 
muerte, Valentina, mi Valentina que- 
rida ; pero el cómplice será el vengador, 
porque esta cuarta muerte es ín fraganti, 
visible a los ojos de todos, y si tu padre 
te abandona, ¡oh! mi Valentina, te 
lo juro, yo perseguiré a tu asesino. 
Y esta vez, como si la Naturaleza se 
apiadase de aquella fuerte organización 
próxima a destrozarse por su demasia- 
da fuerza, las últimas palabras de Mo- 
rrel expiraron en sus labios ; mil suspi- 
ros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tan- 
to tiempo rebeldes, corrieron con abun- 
dancia. Cayó de nuevo, llorando amar- 
gamente cerca del lecho de Valentina. 
Entonces tomó la palabra de Avrigny, 
—Y yo también—dijo con una voz 
fuerte—, yo también me uno a M. Mo- 
rrel para pedir justicia contra el cri- 
men, porque mi corazón se levanta con- 
bra mí a la sola idea de que mi cobarde 
complacencia ha animado al asesino. 
—¡ Dios mio! ¡ Dios mío! — murmu- 
ró Villefort aterrado,
	        
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