ln seguida, sacando un pasaporte de
otro cajón, dijo : 4
—Bueno, aun puede servir dos meses.
XLIV.—El cementerio del padre Lachaise.
M. de Boville había, en efecto, en-
contrado el convoy fúnebre que condu-
cia a Valentina a la mansión de los
muertos.
El tiempo estaba sombrío y nebulo-
80 ; da viento cálido aún, pero mortal
para las hojas ya secas, las arrancaba,
arrojándolas sobre las muchedumbre
que ocupaba el bulevar, dejando desnu-
das las ramas.
M. de Villefor5, parisiense puro, mi-
raba el cementerio del Padre Lachaise
como el solo digno de recibir los restos
mortales de una familia de París; los
demás le parecían cementerios de cam-
po, indignos de recibir los restos mor-
tales de una familia parisiense.
Había comprado cierta porción de te-
rreno, en el que erigió un magnífico
monumento, que se llenó en poco tiem-
po con los miembros de la pri era fa-
milia. Lefase en el: frontispicio del
mausoleo FAMILIAS SAINT-ME-
RAN Y VILLEFORT, porque tal fué
el último voto de la pobre Renéo, ma-
dre de Valentina,
Hacia el Padre Lachaise, pues, se
encaminaba el pomposo entierro que sa-
lió del arrabal de Saint-Honoré, atrave-
s0 todo París por el arrabal del Templo,
pasó en seguida el bulevar exterior, y
de allí al cementerio. Más de cincuen-
ta coches de particulares seguían a
otros veinte de duelo, y más de quinien-
tas personas componían el acompaña-
miento.
Eran casi todos jóvenes, para quie-
nes la muerte de Valentina había sido
una gran desgracia, y que a pesar del
vapor glacial del siglo y el prosalsmo de
la época, sentían vivamente la pérdida
de aquella hermosa, casta y admirable
joven, muerta en la primavera de su
vida.
A la salida de París vieron llegar un
carruaje tirado por cuatro fogosos caba-
llos que pasaron a raya ; era el conde de
Montecristo, que se apeó y fué a mez-
elarse con 0% Sida nee seguían el co-
che fúnebre.
236 'ALEJANDRO DUMAS
>
le vieron llegar, se acercaron a 6l al ins»
tanto.
El conde miraba atentamente a to-
das partes ; buscaba con mucho interés
a alguno; finalmente, no pudo aguan-
tar más.
¿Dónde está Morrel? — pregun-
tó—. ¿Alguno de ustedes lo sabe?
-—Ya hemos hecho esta pregunta en
la casa mortuoria — contestó Chatean
Renaud—, pero ninguno le ha visto.
El conde calló, pero continuó obser-
rando alrededor.
Llegaron por fin al cementerio; la
ur rante mirada de Montecristo re-
gistró de un golpe el bosque de sauces,
llorones y pinos que rodeaban las tuna-
bas, y perdió toda inquietud ; una som-
bra atravesó por entre los árboles, y el
conde reconoció al “que buscaba.
Todos saben a lo que está reducido
un entierro en aquel magnífico palacio
de la muerte; un silencio profundo, el
ruido de tal o cual rama que se desga-
ja de los árboles, el triste canto de log
sacerdote 3, ya !Jeún Busp Nro que se esca-
Chateau Renaud y Beauchamp que
pa de algún bosquecillo de flores que
cubren una tumba, junto al cual se ve
una mujer arrodillada y con las manos
juntas.
La sombra que había visto Monte-
cristo atravesó rápidamente por detrás
del sepulcro de Abelardo y Eloísa,
vino a colocarse junto a los caballos del
coche fúnebre, llegando así hasta el si-
tio destinado para la sepultura.
Montecristo no perdía de vista aque-
lla sombra en que los demás apenas ha-
blan reparado.
Dos veces se separó el conde de Mon:
tecristo del acompañamiento para o0b-
servar si las manos de aquel hombro
buscaban algún arma oculta bajo su 10-
pajo.
Cuando el acompañamiento se debu-
vo, se vió que aquella sombra era Mor
rrel, que con su “evita, las mejillas 84”
lientes y el sombrero estropeado por sus
manos convulsivas, se había arrimado
a un árbol colocado en un alto, desde
donde dominaba el mausoleo, de modo
que no le estorbaban ver hasta la má8
pequeña ceremonia del fúnebre suceso
que iba a congumarse.