hir a la casa de los Campos Elíseos, y
az que yo salga de aquí sin que me
Vean.
Maximiliano bajó la cabeza, y obe-
deció como un niño.
XLV.—La partición.
En la casa de la calle de San Ger-
Mán de los Prados, que había escogido
Para su madre y para sí Alberto de Mor-
Cef, el primer piso estaba alquilado a
Xan personaje misterioso. +
Era un hombre a quien el conserje
Do había podido nunca ver la cara, en-
trase o saliese, porque en el invierno la
Cubría con una bufanda encarnada, co-
Mo log cocheros de casas grandes que
CSperan a sus amos a la salida del es-
Pectáculo, y en verano se sonaba siem-
Pre precisamente en el momento de pa-
far por la portería.
Preciso es decir que, contra las cos-
tambres establecidas, a aquel vecino
Madie le espiaba, y que la noticia de que
“ra un gran personaje que tenía bastan-
[te poder, había hecho respetar su incóg-
Mito en sus misteriosas apariciones.
Sus visitas eran ordinariamente fijas,
Uinque algunas veces se adelantaban o
tetardaban ; pero casi siempre lo mis-
Mo en invierno, que en verano, a las
Matro de la tarde tomaba posesión del
Marto, y jamás pasaba en él la noche.
La. discreta criada, a la que estaba
“onfiado el cuidado de la habitación, en-
“endía la chimenea en invierno a las
es y media, y a la misma hora en ve-
Mino subía helados y refrescos.
Como hemos dicho, a las cuatro llega-
da el misterioso personaje.
Veinte minutos después se paraba un
“óche a la puerta de la casa, y una mu-
lér vestida de negro o de azul muy obs-
Wo, pero cubierta siempre con un es-
So velo, se apeaba, pasaba como un
"elámpago por delante de la portería, y
ba, sin que se sintiesen en la escalera
Us ligeras pisadas.
Jamás le preguntaron a dónde iba.
Us facciones, como las del caballe-
0, eran perfectamente desconocidas a
ls guardianes de | ! ;
m lanes de la puerta, conserjes
odelos, solos quizá en la inmensa co-
Mdía de porteros de la capital, capa-
8 de semejante discreción.
EL CONDE DE MONTECRISTO
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Inútil es decir que jamás pasaba del
primer piso, llamaba a la puerta de un
modo particular, abríase ésta, se cerra-
ba en seguida herméticamente, y he
aquí todo.
?ara salir tomaban las mismas pre-
cauciones que para entrar.
La desconocida salía la primera, cu-
bierta siempre con el velo, y tomaba
el coche, que desaparecía tan pronto por
un lado como por el otro; a los veinte
minutos bajaba el desconocido cubier-
to con su bufanda o tapándose con el
pañuelo. :
Al día siguiente al en que el conde
de Montecristo hizo la visita a Dan-
glars y se enterró a Valentina, el habi-
tante miterioso entró como a las diez
de la mañana en lugar de las cuatro de
la tarde.
Casi al momento, y sin guardar el
intervalo ordinario, llegó un coche de
alquiler, y la señora cubierta con el ve-
lo subió rápidamente la escalera.
La puerta se abrió y se cerró; pero
antes que estuviese del todo cerrada, la
señora había exclamado :
—¡Oh Luciano! ¡oh amigo .mio!
De modo que el conserje, que sin
quererlo había oído aquella exclama-
ción supo por primera vez que el inqui-
lino se llamaba Luciano; pero, como
era un portero modelo, se propuso no
decirlo ni aun a su mujer.
—Y bien, ¿qué hay, amiga querida?
—respondió éste, pues la turbación y
prisa de la señora le habían hecho co»
nocer quién era—, hablad, decid.
—¿ Puedo contar con vos?
—Ciertamente : lo sabéis. ¿Pero qué
hay? Vuestro billete de esta mañana
me ha causado un cuidado terrible : la
precipitación, el desorden de vuestra
carta ; vamos, tranquilizadme, o acabad
de espantarme de una vez. ¿Qué hay?
—¡ Luciano, un gran acontecimien-
to! — dijo la señora fijando en él una
mirada investigadora—. M. Danglars
se ha fugado anoche.
—;¡ Danglars! ¿Y adónde ha ido?
—Lo ignoro.
—¡ Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿Conque es
para no volver más?
—1 Sin duda! A las diez su carruaje
le condujo a la barrera de Charenton :
allí encontró una silla de posta, subió