EL CONDB DE
mañanas cambiará todo eso y veréis en-
trar en vuestro gabinete a HKugenia.
—¿ En mi gabinete?
—HEs decir, en el del ministro.
—¿Y para qué?
—Para pediros que la contratéis en
la Opera ; yo, jamás he visto tal pasión
por la música, ¡es ridículo eso en una
persona de mundo!
Debray se sonrió.
—Pues bien — dijo—, que vaya con
el consentimiento del barón y con el
vuestro, y se la contratará, aunque so-
mos muy pobres para pagar un talento
tan notable como el suyo.
—Podéis marcharos, Cornelia — dijo
madama Danglars.
Salió de su gabinete en una negligé
encantadora, y se fué a sentar junto a
Luciano.
Quedóse un momento pensativa aca-
riciando a su perrito.
Luciano la miró un instante en silen-
cio.
—Veamos, Herminia — dijo al cabo
de algún tiempo—, responded franca-
mente, tenéis un pesar, ¿eh?
—No — respondió la baronesa.
Y, sin embargo, parecía sofocada ; le-
vantóse, procuró respirar, y fué a mi-
rarse al espejo.
—Estoy horrible esta noche — dijo.
Debray se levantó sonriendo para des-
engañar a la baronesa, cuando de repen-
te se abrió la puerta.
Danglars entró en la habitación y
Debray se volvió a sentar.
Al ruido que causó la puerta al abrir-
se, se volvió madama Danglars y miró
a su marido con un asombro que no tra-
tó de disimular.
—Buenas noches, señora — dijo el
banquero—, buenas noches, señor De-
bray.
Ta baronesa creyó sin duda que esta
visita imprevista significaba Una especie
de deseo de reparar las palabras amar-
gas que se le escaparon al barón duran-
te aquella tarde. e ,
Tomó un aire de dignidad, y volvién-
dose hacia Luciano, sin responder a su
marido, le dijo :
—Leedme algo, señor Debray.
Debray, a quien esta visita inquieta-
ba algún tanto en un principio, recobró
su calma al ver la de la baronesa, y ex-
MONTECRISTO
tendió la mano hacia un libro abierto.
—Perdonad — le dijo el banquero—,
pero os vals a fatigar, baronesa, velan-
do hasta tan tarde; son las once, y
M. Debray vive bastante lejos.
Debray se quedó estupefacto, no por-
que el tono con que dijera estas pala-
bras Danglars dejase de ser sumamen-
te político y tranquilo, sino porque, al
través de esta política y de esta tranqui-
lidad, percibía un vivo deseo, de parte
del banquero, de contrariar aquella no-
che la voluntad de su mujer.
La baronesa se quedó tan sorprendida
y manifestó su asombro por una mirada
tal, que, sin duda, hubiera dado que
pensar a su marido, si éste no hubiera
tenido los ojos fijos en un periódico.
Así, pues, esta mirada tan terrible
fué lanzada en vago, y quedó completa-
mente sin efecto.
—Señor Luciano — dijo la barone-
sa—, os declaro que me siento sin ga-
nas de dormir esta noche; tengo mil
cosas que contaros y vals a pasarla es-
cuchándome, aunque para ello tuvieseis
que dormir en pie.
—Estoy a vuestras órdenes, señora—
respondió Liuuciano con flema.
—Querido señor Debray—dijo el ban-
quero a su vez—, no os incomodéis en
escuchar ahora las locuras de madama
Danglars, porque las podréis escuchar
mañana ; pero esta noche la consagra-
ré yo, si así me lo permitís, a hablar
con mi mujer de graves asuntos.
El golpe iba tan bien dirigido esta
vez, y cala tan a plomo, que dejó atur-
didos a Debray y madama Danglars ;
ambos se interrogaron con los ojos co-
mo para buscar un recurso contra aque-
lla agresión, pero el irresistible poder
del dueño de la casa triunfó, y el mari-
do ganó la partida.
—No vayáis a creer que os despido,
querido señor Debray — continuó Dan-
glars—, no, no; una circunstancia im-
prevista me obliga a desear tener esta
noche una conversación con la barone-
sa ; esto me sucede harto pocas veces
para que se me guarde rencor.
Debray balbució algunas palabras, sa-
ludó y salió.
—Es increíble — dijo así que hubo
cerrado tras sí la puerta—. ¡Cuán fá-
cilmente saben dominarnos estos mari-