Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDB DE 
mañanas cambiará todo eso y veréis en- 
trar en vuestro gabinete a HKugenia. 
—¿ En mi gabinete? 
—HEs decir, en el del ministro. 
—¿Y para qué? 
—Para pediros que la contratéis en 
la Opera ; yo, jamás he visto tal pasión 
por la música, ¡es ridículo eso en una 
persona de mundo! 
Debray se sonrió. 
—Pues bien — dijo—, que vaya con 
el consentimiento del barón y con el 
vuestro, y se la contratará, aunque so- 
mos muy pobres para pagar un talento 
tan notable como el suyo. 
—Podéis marcharos, Cornelia — dijo 
madama Danglars. 
Salió de su gabinete en una negligé 
encantadora, y se fué a sentar junto a 
Luciano. 
Quedóse un momento pensativa aca- 
riciando a su perrito. 
Luciano la miró un instante en silen- 
cio. 
—Veamos, Herminia — dijo al cabo 
de algún tiempo—, responded franca- 
mente, tenéis un pesar, ¿eh? 
—No — respondió la baronesa. 
Y, sin embargo, parecía sofocada ; le- 
vantóse, procuró respirar, y fué a mi- 
rarse al espejo. 
—Estoy horrible esta noche — dijo. 
Debray se levantó sonriendo para des- 
engañar a la baronesa, cuando de repen- 
te se abrió la puerta. 
Danglars entró en la habitación y 
Debray se volvió a sentar. 
Al ruido que causó la puerta al abrir- 
se, se volvió madama Danglars y miró 
a su marido con un asombro que no tra- 
tó de disimular. 
—Buenas noches, señora — dijo el 
banquero—, buenas noches, señor De- 
bray. 
Ta baronesa creyó sin duda que esta 
visita imprevista significaba Una especie 
de deseo de reparar las palabras amar- 
gas que se le escaparon al barón duran- 
te aquella tarde. e , 
Tomó un aire de dignidad, y volvién- 
dose hacia Luciano, sin responder a su 
marido, le dijo : 
—Leedme algo, señor Debray. 
Debray, a quien esta visita inquieta- 
ba algún tanto en un principio, recobró 
su calma al ver la de la baronesa, y ex- 
MONTECRISTO 
tendió la mano hacia un libro abierto. 
—Perdonad — le dijo el banquero—, 
pero os vals a fatigar, baronesa, velan- 
do hasta tan tarde; son las once, y 
M. Debray vive bastante lejos. 
Debray se quedó estupefacto, no por- 
que el tono con que dijera estas pala- 
bras Danglars dejase de ser sumamen- 
te político y tranquilo, sino porque, al 
través de esta política y de esta tranqui- 
lidad, percibía un vivo deseo, de parte 
del banquero, de contrariar aquella no- 
che la voluntad de su mujer. 
La baronesa se quedó tan sorprendida 
y manifestó su asombro por una mirada 
tal, que, sin duda, hubiera dado que 
pensar a su marido, si éste no hubiera 
tenido los ojos fijos en un periódico. 
Así, pues, esta mirada tan terrible 
fué lanzada en vago, y quedó completa- 
mente sin efecto. 
—Señor Luciano — dijo la barone- 
sa—, os declaro que me siento sin ga- 
nas de dormir esta noche; tengo mil 
cosas que contaros y vals a pasarla es- 
cuchándome, aunque para ello tuvieseis 
que dormir en pie. 
—Estoy a vuestras órdenes, señora— 
respondió Liuuciano con flema. 
—Querido señor Debray—dijo el ban- 
quero a su vez—, no os incomodéis en 
escuchar ahora las locuras de madama 
Danglars, porque las podréis escuchar 
mañana ; pero esta noche la consagra- 
ré yo, si así me lo permitís, a hablar 
con mi mujer de graves asuntos. 
El golpe iba tan bien dirigido esta 
vez, y cala tan a plomo, que dejó atur- 
didos a Debray y madama Danglars ; 
ambos se interrogaron con los ojos co- 
mo para buscar un recurso contra aque- 
lla agresión, pero el irresistible poder 
del dueño de la casa triunfó, y el mari- 
do ganó la partida. 
—No vayáis a creer que os despido, 
querido señor Debray — continuó Dan- 
glars—, no, no; una circunstancia im- 
prevista me obliga a desear tener esta 
noche una conversación con la barone- 
sa ; esto me sucede harto pocas veces 
para que se me guarde rencor. 
Debray balbució algunas palabras, sa- 
ludó y salió. 
—Es increíble — dijo así que hubo 
cerrado tras sí la puerta—. ¡Cuán fá- 
cilmente saben dominarnos estos mari-
	        
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