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servicio, ya soy rico ; llegada a la casa
de M. Dantés, estáis tranquila. ¡ Pro-
bemos ! Os lo ruego, ¡ madre mía !,¡ pro-
bemos !
—$1, hijo mío, porque tú debes vivir
para ser aún dichoso — respondió Mer-
cedes.
—Así, he aquí nuestras particiones
hechas — dijo el joven afectando gran
serenidad—. Podemos partir hoy mis-
mo, retengo, como he dicho, vuestro
asiento.
—Pero, ¿y el tuyo, hijo mio?
—Debo permanecer dos o tres días
aún, madre mía ; esto será un principio
de separación, y debemos acostumbrar-
nos a ella. Necesito algunas recomen-
daciones y adquirir ciertas noticias so-
bre África; nos veremos en Marsella.
—Pues bien, sea así — dijo Merce-
des poniéndose un chal, único que ha-
bía traido y que por casualidad era de
cachemira negro de gran precio—, par-
tamos.
Alberto recogió sus papeles, llamó pa-
ra pagar los treinta francos que debía
al amo de la casa, y ofreciendo el brazo
a su madre, bajó la escalera,
Otro bajaba delante de ellos, y éste,
al oír el crujido de un vestido de seda,
volvió la cabeza.
—¡ Debray ! — murmuró Alberto.
—¿ Vos, Alberto? — respondió el se-
cretario del ministro, deteniéndose en
el escalón en que estaba.
La curiosidad pudo más en él que el
deseo de guardar el incógnito, a más
de que ya le habían conocido.
Parecía curioso, en efecto, encontrar
en aquella casa ignorada al joven cuya
aventura había hecho tanto ruido
en París.
—¡; Morcef ! — repitió Debray.
Y viendo en la obscuridad el talle,
joven aún, y el velo negro de madama,
de Morcef :
—¡ Oh! Excusadme — añadió—, 08
dejo, Alberto.
Este conoció la idea.
—¡ Madre mía ! — dijo volviéndose a
Mercedes—, es M. Debray, secretario
del ministro del Interior, y mi antiguo
amigo.
—, Cómo antiguo! — balbució De-
bray—, ¿qué queréis decir con eso?
—Digo antiguo, porque hoy ya no
ALEJANDRO DUMAS
tengo amigos y no debo tenerlos; 08
doy las gracias por haber tenido la bon-
dad de reconocerme, caballero.
Debray subió dos escalones y vino a
dar afectuosamente la mano a su inte:-
locutor.
—Creedme, mi querido Alberto —
dijo con toda la emoción de que era
capaz—, creedme, he tomado gran par- .
te en vuestras desgracias, y en todo y;
por todo estoy a vuestra disposición.
—Gracias — dijo Alberto sonriéndo-
se—>; pero en medio de todas nuestras
desgracias, somos aún bastante ricos
para no tener necesidad de incomodar
a nadie; salimos de París, tenemos
nuestro viaje pagado, y aun nos quedan
cinco mil francos.
Sonrojóse Debray, que llevaba un
millón en el bolsillo, y por poco práctl-
co que fuese, no pudo menos de refle-
xionar que la misma casa contenía ha-
cía poco dos mujeres : una justamente
deshonrada, se iba pobre con un millón
y quinientos mil francos bajo su capa,
y la otra, injustamente perseguida, pe-
ro sublime en su desgracia, salía rica con
poco dinero. ;
Estas comparaciones echaron por tie:
rra sus combinaciones políticas ; la filo:
sofía del ejemplo le aterró; balbuced
algunas palabras de urbanidad general
y bajó rápidamente.
Aquel día los empleados del ministe-
rio, sus subordinados, tuvieron que $U-
fri+su mal humor.
Por la tarde compró una hermosa Cd-
sa en el bulevar de la Magdalena, que
le produciría cincuenta mil libras de
renta.
Al día siguiente, y a la hora en qué
Debray firmaba el contrato, es decils
sobre las cinco de la tarde, madama de
Morcef, después de haber abrazado t1ef-
namente a su hijo y recibido los abrá-
zos de éste, subía en la berlina de 1%
diligencia, ó
Un hombre estaba oculto en el patió
de las mensajerías Laffite, tras una vs
tana del entresuelo que hay encima de
despacho ; vió subir a Mercedes, $%
la, diligencia y alejarse Alberto. o
Pasó la mano sobre su frente y dijo *
—;¡ Cómo haré para volver a dos 1007
centes la dicha de que les he privado
Dios me ayudará.