EL CONDE DE
-clamar como otros, había guardado el
más obstinado silencio.
—Hstoy — pensaba — protegido por
algún poderoso ; todo me lo prueba ; mi
nurritadis fortuna, la facilidad con
que he allanado todos los obstáculos,
una familia improvisada, un nombre
ilustre, magníficas alianzas prometidas
a mi ambición, todo está en mi favor.
Una mala hora en mi suerte, la ausen-
cia de mi protector, quizá me ha per-
dido; pero no absolutamente y para
siempre. La mano se ha retirado por un
momento; pero pronto llegará de nue-
vo hasta mí, y me salvará cuando ya
me crea yo hundido en el abismo. ¿Por
qué arriesgué un paso imprudente ?¡ Me
enajenaría quizá a mi protector | Hay
dos medios para salir adelante : la eva-
sión misteriosa comprada a peso de or
o comprometer a los jueces en términos
que obtenga una absolución. Espere-
nos para hablar y para obrar a estar
seguro de que me han abandonado, y
entonces...
Andrés había edificado un plan que
puede creerse hábil; el miserable era
fuerte en el ataque y obstinado en la
defensa.
Había soportado las privac iones y es-
casez de la pels ión común, y, sin em-
bargo, la costumbre le hacia insoporta-
ble el verse mal e sucio y ham- *
briento ; el tiempo le parecía eterno.
En aquellos momentos insoportables
fué cuando la voz del inspector le lla-
mó al locutorio,
El corazón de Andrés saltó de ale-
gría ; no podía ser la visita del juez de
inst rucción, ni tampoco podían llamar-
le el director de prisiones o el médico ;
por consiguiente, sólo podía ser la es-
perada visita
Andrés, al través de la reja del locu-
torio en que fué introducido, percibió
la cara sombría e inteligente de Ber-
tuccio, que le miraba con dolorosa ad-
mireción, observando cuidadosamente
las rejas, las puertas y el triste sitio en
que le encontraba,
—¡ Ah1 — dijo Andrés
, comprimi-
do el corazón.
—Buenos días, Benedetto — dijo
Bertuccio con voz profunda y sonora.
—¡ Vos! ¡vos! — continuó el joven
mirando espantado alrededor.
E
MONTECRISTO 258
—¿Me conoces ?—dijo—, ¡joven des-
graciado !
— Silencio ! ¡silencio! — respondió
Andrés, que sa ¡bla la £nura del oído de
20 uellas paredes—. ¡ Dios mío! ¡No ha=
bléis tan clio
—Tú desearías habl
las, ¿es verdad? dijo Bertuccio.
—S1, sí — respondió Andrés.
—Está bien.
Y Bertuccio, metiendo la mano en el
bolsillo, hizo señas al guardián que se
veía a través de la reja.
—Leed — le dijo.
—¿Qué es eso? — preguntó Andrés.
—La orden de ponerte en un cuarto
solo y dejarte comunicar conmigo.
—1 Oh! — dijo Andrés rebosando ale=
gría ; y volviendo sobre sí, añadió en
seguida— : El protector incógnito no
me olvida; el secreto es lo que ante
todo se han propuesto obtener, puesto
que quieren que hable en un cuarto so-
lo... Mi protector es el que ha enviado
a Bertuccio.
El guardián habló un momento con
el superior, abrió las dos rejas y condu=
jo a un cuarto del primer piso, que da-
ba al patio, al preso, cuya alegría erg
indecible,
La habitación estaba blanqueada,
gún es costumbre en las cárceles. Su
aspecto pareció muy alegre al preso;
una estufa, una cama, una silla y una
mesa ; estaba amueblada con lujo.
Bertuccio se sentó en la silla, An-
drés se echó sobre la cama y el guar
dián se retiró.
—Veamos — dijo el intendente—, lo
que tienes que decirme,
—¿Y vos? — respondió Andrés,
Habla tú primero.
—¡ Ob ! No; os toca a vos, puesto que
venís a ona
—¡ Pues bien, sea! Has continuado
el curso de tus crímenes ; has robado y,
asesinado.
—Bueno ; si para decirme eso me ha
béis mandado poner en un cuarto solo,
tanto valía que no os hubieseis inco=
modado. Hsas cosas las sé; hay otras
que ignoro; hablemos de ellas, si gus
táls. ¿Quién os ha enviado?
¡Oh, oh! Muy ligero andáis, Bea
nedetto.
ar conmigo a so-
r
Be