EL CONDE DE
del juez—. Hasta mañana, pues
dió, volviéndose a Bertuccio.
—Hasta mañana — respondió el in-
tendente.
aña-
XLVII.—El juez.
Se recordará que el abate Busoni ka-
bía quedado solo con Noirtier en el cuar-
to mortuorio, y que el anciano y el sa-
cerdote se encargaron de velar el cuer-
po de la joven.
Acaso las exhortaciones cristianas del
abate, su dulce caridad, su palabra per-
suasiva, volvían el valor al anciano, por-
que desde el momento en que pudo con-
ferenciar con el sacerdote, en vez de la
desesperación que se había apoderado
de él, todo en Noirtier anunciaba una
gran resignación, una calma bien sor-
prendente para todos los que recordaban
la afección profunda que profesaba a
Valentina.
M. de Villefort no había vuelto a ver
al anciano desde la mañana de esta
Muerte.
Toda la casa se había renovado ; to-
móse otro criado para él, otro para
Noirtier ; entraron dos mujeres al ser-
Vicio de madama de Villefort; todos,
hasta el mayordomo, el cochero, ofre-
cían un aspecto distinto entre los dife-
rentes señores de esta casa maldita, in-
terponiéndose entre las frías relaciones
que entre ellos existían.
Por otra parte, el Jurado se abría den-
tro de dos o tres días, y Villefort, ence-
trado en su gabinete, proseguía con una
actividad febril los procedimientos con-
«tra el asesino de Caderousse.
Este asunto, como aquellos en que el
conde de Montecristo se hallaba en-
Vuelto, había hecho gran ruido en el
Mundo parisiense.
Las pruebas no eran convincentes,
Puesto que reposaban en algunas pala-
bras escritas por un presidiario mori-
bundo, antiguo compañero de reclusión
e un hombre a quien podía acusar por
odio o por venganza ; el convencimien-
sólo existía en la conciencia del ma-
gistrado ; el procurador del rey había
Acabado por adquirir la terrible convic-
Ción de que Benedetto era culpable, y
debía sacar de esta difícil victoria una
de las satisfacciones de amor propio,
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únicas que conmovían un poco las fi-
bras de un corazón helado.
Instruíase, pues, el proceso, graciaz
al trabajo incesante de Villefort, que
quería inaugurar el próximo Jurado de
los «Assises». Vease precisado a ocul-
tarse para evitar el responder al núme-
ro de demandas de billetes de audien-
cias que se le hacían.
Hacía poco tiempo que la pobre Va-
lentina había sido depositada en el se-
pulcro; estaba aún tan reciente el do-
lor de la casa, que nadie se admiraba
de ver al padre tan sumamente absor-
bido en sus deberes, es decir, en la úni-
ca distracción que podría hallar a sus
pesares.
Una sola vez, la vispera del día en
que Benedetto habia recibido la segun-
da visita de Bertuccio, en que éste de-
bía haber dado el nombre de su padre ;
la víspera de este día, que era domin-
go, una sola vez, decimos, Villefort ha-
bía visto a su padre, en un momen-
to en que el magistrado, rendido de
fatiga, había bajado al jardín de su
casa ; y sombrío, encorvado bajo el pe-
so de un tenaz pensamiento, parecido
a Tarquino dando con su vara en las
cabezas de las tadormideras más ele-
vadas, M. de Villefort daba con su bas-
tón en los largos y macilentós tallos de
las enredaderas que se enlazaban por los
pilares como espectros de estas flores
tan brillantes en la estación que con-
cluía.
Más de una vez había llegado al fon-
do del jardín, es decir, a la famosa ver-
ja que daba sobre el cercado abando-
nado, volviendo siempre por el mismo
punto y emprendiendo su paseo del pro-
pio modo y con igual semblante ; cuan-
do sus ojos se dirigieron maquinalmen-
te hacia la casa, en la cual oía jugar
alegremente a su hijo, vuelto de la pen-
sión para pasar el domingo y el lunes
cerca de su madre.
A este movimiento vió en una de las
ventanas abiertas a M. Noirtier, que
se había hecho arrastrar en su silla de
mano hasta ella, para gozar de los úl-
timos rayos del sol, aun tibio, que ve-
nían a saludar las flores mustias de las
enredaderas y las hojas de las parras
que tapizaban el edificio.
El ojo del anciano estaba fijo, por