258
levantó pálido, no sabremos decir si de
cólera o de miedo.
Su padre se acercó a él, le tomó por
un brazo y le besó en la frente.
—Vete, hijo mío — dijo—, vete.
Eduardo salió.
M. de Villefort cerró la puerta y pa-
só el cerrojo.
—; Oh Dios mío! — dijo la joven mi-
rando a su marido y procurando mani-
festar una sonrisa que heló sobre sus la-
bios la impasibilidad de Villefort—,
¿qué hay?
—Señora, ¿dónde guardáis el vene-
no de que os servís comúnmente ?—di-
jo claramente y sin preámbulos el ma-
gistrado, colocándose entre su mujer y
la puerta.
Madama de Villefort sintió lo que
una tórtola a quien un milano hinca
las garras en la cabeza.
Un sonido ronco, que no era grito ni
suspiro, se escapó de su pecho y palide-
ció hasta ponerse lívida.
—¡ Señor! — dijo—, yo...
comprendo.
Y como herida por un accidente mor-
tal, se dejó caer sobre un sofá.
—Os pregunto — repitió Villefort
con una voz perfectamente tranquila—,
en qué sitio ocultáis el veneno con el
que habéis matado a mi suegro M. de
Saint-Meran, a mi suegra, a Barrois y
a mi hija Valentina.
—¡ Ah, señor! — dijo madama de
Villefort juntando las manos—. ¿Qué
decis?
—No os toca preguntar, sino res-
ponder.
—¿Al juez o al marido? — balbuceó
madama de Villefort.
—Al juez, señora, al juez.
Espantosa era la palidez de aquella
mujer, la angustia de su mirada y el
temblor de todo su cuerpo.
—;¡ Ah, señor! — dijo—. ¡ Señor !
Y no pudo continuar.
—¿No respondéis? — prosiguió el te-
rrible interrosador, y añadió en segui-
da con sonrisa más espantosa que su có-
lera— ; ¿es verdad que no negáis?
Ella hizo un movimiento.
—Y no podríais negar — añadió Vi-
Hlefort extendiendo el brazo como para
agarrarla en nombre de la justicia— ;
habéis consumado estos crímenes con
No os
ALEJANDRO DUMAS
impúdica desvergúenza ; pero no han.
podido engañar más que a las personas
cuyo afecto hacia vos las cegaba. Des-
de la muerte de madama de Saint-Me-
ran he sabido que existía en mi casa un
envenenador ; después de la de Barrois,
Dios me perdone, mis sospechas reca-
yeron sobre un ángel; mis sospechas
que, aun sin necesidad de crimen, es-
tán siempre alerta en el fondo de mi al-
ma ; pero después de la muerte de Va-
lentina ya no hay duda para mi, seño:
ra, y no solamente para mí, sino nl
aun para otros; así, vuestro crimen,
conocido de dos personas y sospechado
por muchas, va a hacerse público, y C0-
mo os dije hace un momento, no ha-
bláis, señora, al marido, sino al juez:
La mujer ocultó el rostro entre las
MAnos.
—¡ Oh ! Señor — dijo-—, os suplico...
no creáis en apariencias.
—; Serlais tan cobarde! — gritó Vi-
llefort con tono de desprecio—. En
efecto; he notado siempre que los en-
venenadores son cobardes, ¿Serdis co-
barde vos, que habéis tenido ánimo pa-
ra ver expirar dos ancianos y una jo-
ven asesinados por vos?
—; Señor | ¡ Señor!
—;¡ Seréis tan cobarde! ¿Vos, que
habéis contado uno a uno los minutos
de cuatro agonías? — continuó Ville-
fort con una excitación que se aumen-
taba a cada instante—. ¿Vos, que ha
béis combinado vuestros planes infer-
nales y preparado vuestras bebidas 1M-
fames con una precisión y habilidad mi-
lagrosas? Vos, que todo lo habéis cal-
culado tan bien, ¿habéis olvidado un4
cosa, es decir, adónde podía conducl-
ros el descubrimiento de vuestros crime-
nes? ¡Oh! Esto es imposible; sin du-
da habdis reservado algún veneno más
dulce, más sutil y más mortífero qU9
los demás, para escapar al castigo qu
merecéis... Lo habéis hecho ; al meno8,
así lo espero.
Madama de Villefort torció las mano?
y cayó de rodillas. ;
—¡ Lo só! ¡ Lo sé! — dijo el maglé-
trado—. Confesáis; pero la confesión
hecha a los jueces, la confesión hecha
en el último extremo, cuando ya es 1D-
posible negar, no disminuye el castig0-
—;¡ El castigo! ¡ El castigo! 1 Señor