Full text: Tomo 2 (2)

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levantó pálido, no sabremos decir si de 
cólera o de miedo. 
Su padre se acercó a él, le tomó por 
un brazo y le besó en la frente. 
—Vete, hijo mío — dijo—, vete. 
Eduardo salió. 
M. de Villefort cerró la puerta y pa- 
só el cerrojo. 
—; Oh Dios mío! — dijo la joven mi- 
rando a su marido y procurando mani- 
festar una sonrisa que heló sobre sus la- 
bios la impasibilidad de Villefort—, 
¿qué hay? 
—Señora, ¿dónde guardáis el vene- 
no de que os servís comúnmente ?—di- 
jo claramente y sin preámbulos el ma- 
gistrado, colocándose entre su mujer y 
la puerta. 
Madama de Villefort sintió lo que 
una tórtola a quien un milano hinca 
las garras en la cabeza. 
Un sonido ronco, que no era grito ni 
suspiro, se escapó de su pecho y palide- 
ció hasta ponerse lívida. 
—¡ Señor! — dijo—, yo... 
comprendo. 
Y como herida por un accidente mor- 
tal, se dejó caer sobre un sofá. 
—Os pregunto — repitió Villefort 
con una voz perfectamente tranquila—, 
en qué sitio ocultáis el veneno con el 
que habéis matado a mi suegro M. de 
Saint-Meran, a mi suegra, a Barrois y 
a mi hija Valentina. 
—¡ Ah, señor! — dijo madama de 
Villefort juntando las manos—. ¿Qué 
decis? 
—No os toca preguntar, sino res- 
ponder. 
—¿Al juez o al marido? — balbuceó 
madama de Villefort. 
—Al juez, señora, al juez. 
Espantosa era la palidez de aquella 
mujer, la angustia de su mirada y el 
temblor de todo su cuerpo. 
—;¡ Ah, señor! — dijo—. ¡ Señor ! 
Y no pudo continuar. 
—¿No respondéis? — prosiguió el te- 
rrible interrosador, y añadió en segui- 
da con sonrisa más espantosa que su có- 
lera— ; ¿es verdad que no negáis? 
Ella hizo un movimiento. 
—Y no podríais negar — añadió Vi- 
Hlefort extendiendo el brazo como para 
agarrarla en nombre de la justicia— ; 
habéis consumado estos crímenes con 
No os 
ALEJANDRO DUMAS 
impúdica desvergúenza ; pero no han. 
podido engañar más que a las personas 
cuyo afecto hacia vos las cegaba. Des- 
de la muerte de madama de Saint-Me- 
ran he sabido que existía en mi casa un 
envenenador ; después de la de Barrois, 
Dios me perdone, mis sospechas reca- 
yeron sobre un ángel; mis sospechas 
que, aun sin necesidad de crimen, es- 
tán siempre alerta en el fondo de mi al- 
ma ; pero después de la muerte de Va- 
lentina ya no hay duda para mi, seño: 
ra, y no solamente para mí, sino nl 
aun para otros; así, vuestro crimen, 
conocido de dos personas y sospechado 
por muchas, va a hacerse público, y C0- 
mo os dije hace un momento, no ha- 
bláis, señora, al marido, sino al juez: 
La mujer ocultó el rostro entre las 
MAnos. 
—¡ Oh ! Señor — dijo-—, os suplico... 
no creáis en apariencias. 
—; Serlais tan cobarde! — gritó Vi- 
llefort con tono de desprecio—. En 
efecto; he notado siempre que los en- 
venenadores son cobardes, ¿Serdis co- 
barde vos, que habéis tenido ánimo pa- 
ra ver expirar dos ancianos y una jo- 
ven asesinados por vos? 
—; Señor | ¡ Señor! 
—;¡ Seréis tan cobarde! ¿Vos, que 
habéis contado uno a uno los minutos 
de cuatro agonías? — continuó Ville- 
fort con una excitación que se aumen- 
taba a cada instante—. ¿Vos, que ha 
béis combinado vuestros planes infer- 
nales y preparado vuestras bebidas 1M- 
fames con una precisión y habilidad mi- 
lagrosas? Vos, que todo lo habéis cal- 
culado tan bien, ¿habéis olvidado un4 
cosa, es decir, adónde podía conducl- 
ros el descubrimiento de vuestros crime- 
nes? ¡Oh! Esto es imposible; sin du- 
da habdis reservado algún veneno más 
dulce, más sutil y más mortífero qU9 
los demás, para escapar al castigo qu 
merecéis... Lo habéis hecho ; al meno8, 
así lo espero. 
Madama de Villefort torció las mano? 
y cayó de rodillas. ; 
—¡ Lo só! ¡ Lo sé! — dijo el maglé- 
trado—. Confesáis; pero la confesión 
hecha a los jueces, la confesión hecha 
en el último extremo, cuando ya es 1D- 
posible negar, no disminuye el castig0- 
—;¡ El castigo! ¡ El castigo! 1 Señor
	        
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