Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
—¡ Y bien! ¿Qué pensáis de esto, 
buen hombre? — preguntó Debray al 
guardia municipal, poniéndole un luis 
en la mano. 
—(Que habrá circunstancias atenuan- 
tes — respondió éste. 
L.—-Expiación. 
M. de Villefort había visto abrirse 
ante él las filas de la multitud, aun 
muy compactas. los grandes dolores 
son de tal modo venerables, que no hay 
ejemplos, ni aun en los tiempos más 
desgraciados, de que el primer movi- 
miento de la multitud reunida no haya 
sido un movimiento de simpatía hacia 
una gran catástrofe. Muchas gentes 
odiadas han sido asesinadas en un tu- 
multo; raras veces un desgraciado, 
aunque fuese criminal, ha sido insul- 
tado por los que asisten a su proceso de 
Muerte. 
Villefort atravesó, pues, las filas de 
los espectadores, de los guardias, de los 
agentes de policía, y se alejó, confesa- 
do, culpable por sí mismo, pero prote- 
gido por su valor. 
Hay situaciones que los hombres com- 
prenden por instinto, pero que no pue- 
den desentrañar con la reflexión ; el 
mayor poeta en este caso es el que me- 
jor sabe expresar la queja más vehe- 
mente y más natural. Lia multitud to- 
ma este grito por una relación entera, 
y hace bien en contentarse con él, y 
Mejor aún, en encontrarle sublime si 
es verdadero. 
Además, sería difícil decir el estado de 
estupor en que Villefort se hallaba al 
salir del palacio; pintar la fiebre que 
estremecía sus arterias, que atería sus 
fibras, que hinchaba, hazta reventarlas, 
sus venas, y aniquilaba cada punto de 
su cuerpo con millares de sufrimientos. 
Villefort se dirigía a lo largo de los 
corredores, guiado solamente por la cos- 
tumbre ; quitóse la toga magistral, no 
Por conveniencia, sino porque era para 
él una carga insoportable, una túnica 
de Nesso, fecunda en torturas. 
Llegó vacilante al patio Dauphine; 
percibió gu carruaje, despertó al coche- 
ro abriendo él mismo, y se dejó caer 
sobre los cojines, señalando con el dedo 
la dirección del barrio de Saint-Honoré. 
MONTECKRISTO 
Lil cochero partió. 
Todo el peso de su fortuna fracasada 
acababa de caer sobre su cabeza; este 
peso le abrumaba ; no sabía sus conse- 
cuencias; no las había calculado y las 
sentía ; no razonaba su código como 
el frío asesino que comenta un artículo 
conocido. 
Tenía a Dios en el fondo del corazón. 
—¡ Dios! — murmuraba sin saber lo 
que decía—. ¡ Dios! ¡ Dios! 
No veía más que a Dios en medio del 
trastorno que por él pasaba. 
El carruaje corrió precipitado ; Ville- 
fort, agitándose sobre los cojines, sen- 
bía alguna cosa que le embarazaba. 
Llevó la mano a este objeto; era un 
abanico olvidado por madama de Ville- 
fort entre el cojín y el respaldo del ca- 
rruaje ; este abanico despertó un recuer- 
do, y este recuerdo fué como un rayo en 
las tinieblas de la noche. 
Villefort pensó en su esposa. 
—¡ Oh ! — exclamó, como si un hie- 
rro ardiendo le atravesara el corazón. 
En efecto ; hacía una hora que no te- 
nía a la vista más que un lado de su mi- 
seria, y he aquí que de repente se ofre- 
cía otro a su espíritu, y otro no menos 
terrible. 
¡ Esta mujer ! Acababa de ser con ella 
un juez inexorable, la había condenado 
a muerte ; y ella, ella, aterrorizada, lle- 
na de remordimientos, abismada con el 
oprobio que acababa de causarla con la, 
elocuencia de su intachable virtud, po- 
bre mujer, débil e indefensa contra un 
poder absoluto y supremo, se prepara- 
ba acaso en la actualidad a morir. 
Habla pasado una hora desde su con- 
denación ; tal vez entonces repasaba 
en su memoria todos sus crímenes, pe- 
día perdón a Dios, escribía una carta 
para implorar de rodillas el perdón de 
su virtuoso esposo, perdón que compra- 
ba con la muerte. 
Villefort lanzó otro quejido de dolor 
y de rabia. 
—¡ Ah! — exclamó moviéndose so- 
bre el raso de la carroza—, ¡ Esta mujer 
no es criminal más que por haberme to- 
cado! Yo soy el criminal, yo; y ha ad- 
quirido el crimen, como se adquiere el 
tifus, como se adquiere el cólera, como 
se adquiere la peste ; ¡ y yo la castigo ! 
He osado decirla : Arrepentios y mo, 
«014
	        
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