EL CONDE DE
—¡ Y bien! ¿Qué pensáis de esto,
buen hombre? — preguntó Debray al
guardia municipal, poniéndole un luis
en la mano.
—(Que habrá circunstancias atenuan-
tes — respondió éste.
L.—-Expiación.
M. de Villefort había visto abrirse
ante él las filas de la multitud, aun
muy compactas. los grandes dolores
son de tal modo venerables, que no hay
ejemplos, ni aun en los tiempos más
desgraciados, de que el primer movi-
miento de la multitud reunida no haya
sido un movimiento de simpatía hacia
una gran catástrofe. Muchas gentes
odiadas han sido asesinadas en un tu-
multo; raras veces un desgraciado,
aunque fuese criminal, ha sido insul-
tado por los que asisten a su proceso de
Muerte.
Villefort atravesó, pues, las filas de
los espectadores, de los guardias, de los
agentes de policía, y se alejó, confesa-
do, culpable por sí mismo, pero prote-
gido por su valor.
Hay situaciones que los hombres com-
prenden por instinto, pero que no pue-
den desentrañar con la reflexión ; el
mayor poeta en este caso es el que me-
jor sabe expresar la queja más vehe-
mente y más natural. Lia multitud to-
ma este grito por una relación entera,
y hace bien en contentarse con él, y
Mejor aún, en encontrarle sublime si
es verdadero.
Además, sería difícil decir el estado de
estupor en que Villefort se hallaba al
salir del palacio; pintar la fiebre que
estremecía sus arterias, que atería sus
fibras, que hinchaba, hazta reventarlas,
sus venas, y aniquilaba cada punto de
su cuerpo con millares de sufrimientos.
Villefort se dirigía a lo largo de los
corredores, guiado solamente por la cos-
tumbre ; quitóse la toga magistral, no
Por conveniencia, sino porque era para
él una carga insoportable, una túnica
de Nesso, fecunda en torturas.
Llegó vacilante al patio Dauphine;
percibió gu carruaje, despertó al coche-
ro abriendo él mismo, y se dejó caer
sobre los cojines, señalando con el dedo
la dirección del barrio de Saint-Honoré.
MONTECKRISTO
Lil cochero partió.
Todo el peso de su fortuna fracasada
acababa de caer sobre su cabeza; este
peso le abrumaba ; no sabía sus conse-
cuencias; no las había calculado y las
sentía ; no razonaba su código como
el frío asesino que comenta un artículo
conocido.
Tenía a Dios en el fondo del corazón.
—¡ Dios! — murmuraba sin saber lo
que decía—. ¡ Dios! ¡ Dios!
No veía más que a Dios en medio del
trastorno que por él pasaba.
El carruaje corrió precipitado ; Ville-
fort, agitándose sobre los cojines, sen-
bía alguna cosa que le embarazaba.
Llevó la mano a este objeto; era un
abanico olvidado por madama de Ville-
fort entre el cojín y el respaldo del ca-
rruaje ; este abanico despertó un recuer-
do, y este recuerdo fué como un rayo en
las tinieblas de la noche.
Villefort pensó en su esposa.
—¡ Oh ! — exclamó, como si un hie-
rro ardiendo le atravesara el corazón.
En efecto ; hacía una hora que no te-
nía a la vista más que un lado de su mi-
seria, y he aquí que de repente se ofre-
cía otro a su espíritu, y otro no menos
terrible.
¡ Esta mujer ! Acababa de ser con ella
un juez inexorable, la había condenado
a muerte ; y ella, ella, aterrorizada, lle-
na de remordimientos, abismada con el
oprobio que acababa de causarla con la,
elocuencia de su intachable virtud, po-
bre mujer, débil e indefensa contra un
poder absoluto y supremo, se prepara-
ba acaso en la actualidad a morir.
Habla pasado una hora desde su con-
denación ; tal vez entonces repasaba
en su memoria todos sus crímenes, pe-
día perdón a Dios, escribía una carta
para implorar de rodillas el perdón de
su virtuoso esposo, perdón que compra-
ba con la muerte.
Villefort lanzó otro quejido de dolor
y de rabia.
—¡ Ah! — exclamó moviéndose so-
bre el raso de la carroza—, ¡ Esta mujer
no es criminal más que por haberme to-
cado! Yo soy el criminal, yo; y ha ad-
quirido el crimen, como se adquiere el
tifus, como se adquiere el cólera, como
se adquiere la peste ; ¡ y yo la castigo !
He osado decirla : Arrepentios y mo,
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