EL CONDE DE MONTECRISTO 271
co! — dijo el procurador del rey—. Tú ningún socorro había bastado para vol-
eres... verle la vida.
—¡ Soy Edmundo Dantés ! Puso una rodilla en tierra, y le depo-
—¡ Tú, Edmundo Dantés! — excla- sitó religiosamente cerca de su madre,
mó el procurador del rey, asiendo al la cabeza apoyada sobre su pecho. -
conde por el puño—. ¡ Entonces ven ! Después, levantóse, salió, y se halló
Y le llevó por la escalera, en donde “on un criado en la escalera. :
Montecristo le seguía asombrado, ig- —¿Dónde está el señor de Villefort?
norando a qué parte le conducía el pro- —preguntó. , ie
| curador del rey, y presintiendo alguna El criado, sin responder, extendió la
nueva catástrofe. mano hacia el jardín. >
—¡ Espera! ¡Edmundo Dantés! — Montecristo bajó la escalera, se diri-
dijo mostrando al conde el cadáver de su cd al mo co, y vió en prepa
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esposa y el cuerpo de su hijo—. ¡ Atien- de modor, a Villot: SE poo A ss
de! ¡mira! ¿Estáis bien vengado ? lo ad Sido la tierra on ON de
Montecristo palideció a tan espanto- ““ ”. dd > ;
ua comratló que núnta. Peelo de furor. '
so espectáculo ; comprendió que acaba- A decj NS
ba de traspasar los derechos de la ven- . all io Fo,
ganza ; que no podía decir ya en ade- % PR partes
lante : «Dios está por mí y conmigo.» E z O
pas el o8 está. por E Y > E Montecristo se acercó a él, y con un
Lianzóse con un sentimiento de an- el Emitido Lo dión :
7% : 4 tono casi humilde, le dijo :
gustia inexplicable sobre el cuerpo del —Habéis perdido un hijo; pero
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niño, abrió sus ojos, tanteó su pulso, Villefort le interrumpió ; ni le babía
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y pasó con él al cuarto de Valentina, escuchado ni comvrendido,
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que sus con debia Ea Villofort —¡ 0h ! le volveré a hallar — dijo—;
E e Lcndá AC AGA hol: Onj ¿tendis por cierto que no está aquí?
peo vo O Cacaver de mi Ajo! ¡Ub! lo encontraré aunque hubiera de bus-
¡ Maldición ! ¡desgracia! ¡muerte pa-
Aja carle hasta el día del juicio.
ra til ; ÓN e A Montecristo se retiró horrorizado.
Y quiso lanzarse tras de Montecris- —¡Oh! — dijo—; está loco.
to ; pero, como en un sueño, sintió cla-
varse sus pies, dilatarse sus ojos hasta
saltar de las órbitas, encorvarse sus de-
dos sobre la carne del pecho, y sepul-
tarse en él gradualmente, hasta que la
sangre enrojeció sus uñas ; las venas de
las sienes se llenaron de líquidos ardien-
tes, que, pasando hasta la estrecha bó-
veda del cráneo, inundaron su cerebro
de un diluvio de fuego.
Esta situación duró algunos minutos,
hasta que se completó un trastorno es-
pantoso en su razón.
Entonces lanzó un grito seguido de
una prolongada carcajada, y se precipi-
tó por las escaleras. ñana.
Un cuarto de hora después se abrió —.¿ No tenéis nada que hacer? — pre-
la habitación de Valentina, y volvió a guntó Morrel. si
Presentarse el conde de Montecristo. —No — respondió Montecristo—; y
Pálido, amortiguado el brillo de sus Dios quiera que no haya hecho dema-
Ojos, el pecho oprimido ; todos los ras- siado.
Y como si hubiera creído que los mu.
ros de la casa maldita se desplomasen
sobre él, se lanzó a la calle, dudando
por primera vez del derecho que pudie-
ra tener para hacer lo que había hecho.
—, Oh! basta, basta con esto — di-
jo—; salvemos al último.
Y entrando a su casa, Montecristo
encontró a Morrel, que andaba vor el
palacio de los Campos Elíseos, silencio-
so como una sombra que espera el mo-
mento señalado por Dios para entrar
en la tumba.
—Preparaos, Maximiliano — le di-
jo sonriéndose—, dejaremos a París ma.
gos de esta figura, ordinariamente re- Al día siguiente, en efecto, partie-
posada y noble, estaban trastornados ron, acompañados de Bautista por toda
Por el dolor. comitiva. Haydée se había llevado a
Tenía en sus brazos al niño, al cual Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier,