Full text: Tomo 2 (2)

—Vuestro hijo será dichoso — dijo 
el conde. 
—Entonces seré tan dichosa como 
pueda serlo, 
—Pero... en fin, ¿qué queréis? 
—Deciros que viviré en este país co- 
mo la Mercedes de otro tiempo, es de- 
cir, trabajando, no lo creeréis; no sé 
más que orar, pero no necesito traba- 
jar; el pequeño tesoro ocultado por vos 
ha sido hallado en el lugar que desig- 
nasteis ; se indagará quién soy, se pre- 
guntará qué hago, se lenorará cómo vi- 
vo; ¿qué importa? Ls un asunto guar- 
dado entre Dios, vos y yo. 
—Mercedes — dijo el conde—, no os 
hago una reconvención; pero habéis 
exagerado el sacrificio abandonando to- 
da la fortuna acumulada por M. de Mor- 
cef, y cuya mitad correspondía de dere- 
cho a vuestra economía y desvelos. 
—Veo lo que vais a proponerme ; pe- 
ro no puedo aceptar, Edmundo ; mi hi- 
jo me lo prohibiría. 
—AsÍ, me guardaré bien de hacer na- 
da por vos que no merezca la aproba 
ción de Alberto de Morcef. Sabré sus 
intenciones y me someteré a ellas. Pe- 
to si acepta lo que deseo hacer, ¿le imi- 
taréis sin repugnancia ? 
—Bien sabéis, Edmundo, que no soy 
una criatura pensadora ; resolución no 
hay en mí más que para no determinar- 
me nunca. Dios me ha atormentado 
tanto en sus borrascas, que he perdido 
la voluntad. Estoy entre gus manos co- 
mo una avecilla en las garras del águi- 
la, No quiere que muera, puesto que 
vivo, Si me envía auxilios, es porque 
querrá, y yo los recibiré. 
—Considerad, señora — dijo Monte- 
cristo—, que no es así como se adora a 
Dios. Dios quiere que se le comprenda 
y que se discuta su poder ; por esto nos 
ha dado el libre albedrío. 
—¡ Desgraciado! No me habléis así ; 
si yo creyese que Dios me ha dado el 
libre albedrío que me quedaba para li- 
brarme de la desesperación... 
Montecristo palideció ligeramente. 
—¿No queréis decirme hasta la vuel- 
ta? — exclamó, tendiéndole la mano. 
—Al contrario, os digo hasta la vuel- 
ta; esto es probaros que espero todavía. 
_ Y después de tocar la mano del con- 
de con la suya temblorosa, Mercedes se 
ALEJANDRO DUMAS 
lanzó por la escalera y desapareció a log 
ojos del conde. 
Montecristo salió entonces lentamen- 
te de la casa y tomó el camino del 
puerto. 
Pero Mercedes no le vió alejarse. Sus 
ojos buscaban a lo lejos el buque que 
llevaba a su hijo por medio de los vastos 
mares. Verdad es, sin embargo, que su 
voz, a pesar suyo, murmuró muy bajo ¡l 
—¡ Edmundo ! ¡ Edmundo! ¡ Edmun- 
do! 
LIIT.—Lo pasado. 
El conde salió con el alma agobiada 
de esta casa, en donde dejaba a Mer- 
cedes para no volver a verla jamás, se- 
gún todas las probabilidades. 
Desde la muerte de Edmundo se ha- 
bía verificado una gran transformación 
en Montecristo. Llegado a la cima de 
su venganza por la pendiente que había 
seguido, se encontraba del otro lado de 
la montaña con el abismo de la duda. 
Había más : la conversación que acabar 
ba de tener con Mercedes había desper- 
tado tantos recuerdos en su corazón, 
que en sí mismos necesitaban ser com- 
batidos. Un hombre del temple del con- 
de no podía estar mucho tiempo sumer: 
gido en la melancolía que puede reinal 
en las almas vulgares, dándolas una ori: 
ginalidad aparente, pero que aniquila las 
almas superiores. El conde se decía que 
para que llegase a vituperarse él mismo 
era bastante el que se introdujese un 
error en sus cálculos. 
Miro mal lo pasado — dijo—, y no 
puedo haberme engañado así. ¡Cómo! 
—continuó—., ¡ El objeto que me había 
propuesto sería un objeto insensato! 
¡Cómo! ¡ Habría andado mal camino 
diez años! ¡Cómo! ¡Una hora basta- 
ría para probar al arquitecto que la obra 
de todas sus esperanzas era, si no impo- 
sible, all menps sacrílega! No quiera 
habituarme a esta idea ; me volvería lo- 
co. Lo que falta a mis razonamiento8 
de hoy es la apreciación exacta de lO 
pasado, porque veo este pasado del otr0 
lado del horizonte. En efecto; a me- 
dida que se avanza, lo pasado, parecido 
al paisaje a cuyo través se marcha, $0 
borra conforme nos alejamos. Me su- 
cede lo que a los que se hieren durmien-
	        
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