—Vuestro hijo será dichoso — dijo
el conde.
—Entonces seré tan dichosa como
pueda serlo,
—Pero... en fin, ¿qué queréis?
—Deciros que viviré en este país co-
mo la Mercedes de otro tiempo, es de-
cir, trabajando, no lo creeréis; no sé
más que orar, pero no necesito traba-
jar; el pequeño tesoro ocultado por vos
ha sido hallado en el lugar que desig-
nasteis ; se indagará quién soy, se pre-
guntará qué hago, se lenorará cómo vi-
vo; ¿qué importa? Ls un asunto guar-
dado entre Dios, vos y yo.
—Mercedes — dijo el conde—, no os
hago una reconvención; pero habéis
exagerado el sacrificio abandonando to-
da la fortuna acumulada por M. de Mor-
cef, y cuya mitad correspondía de dere-
cho a vuestra economía y desvelos.
—Veo lo que vais a proponerme ; pe-
ro no puedo aceptar, Edmundo ; mi hi-
jo me lo prohibiría.
—AsÍ, me guardaré bien de hacer na-
da por vos que no merezca la aproba
ción de Alberto de Morcef. Sabré sus
intenciones y me someteré a ellas. Pe-
to si acepta lo que deseo hacer, ¿le imi-
taréis sin repugnancia ?
—Bien sabéis, Edmundo, que no soy
una criatura pensadora ; resolución no
hay en mí más que para no determinar-
me nunca. Dios me ha atormentado
tanto en sus borrascas, que he perdido
la voluntad. Estoy entre gus manos co-
mo una avecilla en las garras del águi-
la, No quiere que muera, puesto que
vivo, Si me envía auxilios, es porque
querrá, y yo los recibiré.
—Considerad, señora — dijo Monte-
cristo—, que no es así como se adora a
Dios. Dios quiere que se le comprenda
y que se discuta su poder ; por esto nos
ha dado el libre albedrío.
—¡ Desgraciado! No me habléis así ;
si yo creyese que Dios me ha dado el
libre albedrío que me quedaba para li-
brarme de la desesperación...
Montecristo palideció ligeramente.
—¿No queréis decirme hasta la vuel-
ta? — exclamó, tendiéndole la mano.
—Al contrario, os digo hasta la vuel-
ta; esto es probaros que espero todavía.
_ Y después de tocar la mano del con-
de con la suya temblorosa, Mercedes se
ALEJANDRO DUMAS
lanzó por la escalera y desapareció a log
ojos del conde.
Montecristo salió entonces lentamen-
te de la casa y tomó el camino del
puerto.
Pero Mercedes no le vió alejarse. Sus
ojos buscaban a lo lejos el buque que
llevaba a su hijo por medio de los vastos
mares. Verdad es, sin embargo, que su
voz, a pesar suyo, murmuró muy bajo ¡l
—¡ Edmundo ! ¡ Edmundo! ¡ Edmun-
do!
LIIT.—Lo pasado.
El conde salió con el alma agobiada
de esta casa, en donde dejaba a Mer-
cedes para no volver a verla jamás, se-
gún todas las probabilidades.
Desde la muerte de Edmundo se ha-
bía verificado una gran transformación
en Montecristo. Llegado a la cima de
su venganza por la pendiente que había
seguido, se encontraba del otro lado de
la montaña con el abismo de la duda.
Había más : la conversación que acabar
ba de tener con Mercedes había desper-
tado tantos recuerdos en su corazón,
que en sí mismos necesitaban ser com-
batidos. Un hombre del temple del con-
de no podía estar mucho tiempo sumer:
gido en la melancolía que puede reinal
en las almas vulgares, dándolas una ori:
ginalidad aparente, pero que aniquila las
almas superiores. El conde se decía que
para que llegase a vituperarse él mismo
era bastante el que se introdujese un
error en sus cálculos.
Miro mal lo pasado — dijo—, y no
puedo haberme engañado así. ¡Cómo!
—continuó—., ¡ El objeto que me había
propuesto sería un objeto insensato!
¡Cómo! ¡ Habría andado mal camino
diez años! ¡Cómo! ¡Una hora basta-
ría para probar al arquitecto que la obra
de todas sus esperanzas era, si no impo-
sible, all menps sacrílega! No quiera
habituarme a esta idea ; me volvería lo-
co. Lo que falta a mis razonamiento8
de hoy es la apreciación exacta de lO
pasado, porque veo este pasado del otr0
lado del horizonte. En efecto; a me-
dida que se avanza, lo pasado, parecido
al paisaje a cuyo través se marcha, $0
borra conforme nos alejamos. Me su-
cede lo que a los que se hieren durmien-