Full text: Tomo 2 (2)

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el calabozo, abrió su corazón un senti- 
miento dulce y tierno, un sentimiento 
de gratitud, y las lágrimas saltaron de 
sus OjOS. 
—Aquí es — dijo el guía — donde es- 
taba el abate loco; por allí venía a en- 
contrarle el joven — y enseñó a Monte- 
cristo la abertura de la galería, aún no 
cerrada—. Por el color de la piedra — 
continuó—, ha reconocido un sabio que 
debía hacer diez años, poco más o me- 
ros, que los dos prisioneros se Comu- 
nicaban en estos sitios, ¡ Pobres gentes ! 
¡ Cuánto han debido aburrirse en diez 
años ! 
Dantés sacó algunos luises del bolsi- 
llo, y tendió la mano hacia el hombre 
que por segunda vez le compadecía sin 
conocerle. El conserje los recibió, cre- 
yendo eran algunas monedas de poco 
valor ; pero a la luz de la antorcha co- 
noció la suma que se le entregaba. 
—Señor — le dijo—, os habéis equi- 
vocado. 
—¿En qué? 
—s oro lo que me dais. 
-—Ya lo sé. 
—¿Es vuestra intención darme este 
oro? 
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—BÍ. 
—¿Y puedo guardármelo sin recelo 
alguno? 
—Al. 
El conserje contempló con asombro 
al conde. 
—Y «¡ honrosamente !»—dijo el con- 
de, como Hamlet. 
—Señor; no comprendo vuestra ge- 
nerosidad. 
—Es fácil de comprender, sin em- 
bargo — dijo el conde— ; he sido mari- 
vo, y vuestra historia ha debido con- 
moverme como ninguna. 
—Entonces, señor — dijo el guía—, 
puesto que sois tan generoso, merecéis 
que os ofrezca yo alguna cosa. 
—¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo 
mío? ¿Conchas, obras de paja? Gra- 
clas. 
—No, señor, no; alguna cosa que se 
refiere a la historia presente. 
—;¡ De verdad !.. ¿Cuál es? 
—FEscuchad ; he aquí lo que pasó. Di- 
je para mí: siempre se encuentra algo 
en una morada ocupada diez años por 
un prisionero, y me puse a registrarlo 
ALEJANDRO DUMAS 
todo; observé que sonaba a hueco de- 
bajo del lecho y en el hogar de la chi- 
menea. 
—$í — dijo Montecristo—, sÍ, 
—Levanté las piedras y hallé... 
—¡ Una escala de cuerda, instru» 
mentos |! 
—¿Cómo sabéis eso? — preguntó el 
conserje. 
—No lo sé, lo adivino — dijo el con- 
de—; son cosas que se hallan diaria- 
mente en los escondrijos de los prisio- 
neros. 
—$i, señor — dijo el gula—, una es- 
cala de cuerda, instrumentos... 
—¿Y los tenéis aún? — exclamó 
Montecristo. 
—No, señor; he vendido estos dife- 
rentes objetos que eran muy curiosos 
para los visitadores, pero me queda otra 
COSA. 
. —¿Qué? — preguntó el conde con 
impaciencia. 
—Me queda una especie de libro, es- 
crito sobre tiras de tela. 
—¡Oh! ¿Conserváis ese libro? 
—No sé si es un libro — dijo el con- 
serje—- ; pero me queda lo que os digo. 
—Id a buscármelo, amigo mio, id — 
dijo el conde—, y si es lo que presumo, 
estad tranquilo. 
—Voy, señor. 
Y el guía salió. Entonces fué a arro- 
dillarse piadosamente ante los restos del 
lecho de que la muerte había hecho pa- 
ra él un altar. : 
—¡ Oh mi segundo padre ! — dijo— * 
Tú, que me has dado libertad, ciencia, 
riqueza ; tú, que parecido a las criatu- 
ras de una esencia superior a la nues- 
tra, tenías la ciencia del bien y del mal ; 
si en el fondo de la tumba queda de nog- 
otros alguna cosa que se levante a la 
voz de los que moran sobre la tierra, sl 
en la transfiguración que sufre el cadá- 
ver, alguna cosa animada flota en los 
lugares en donde hemos amado o sufri- 
do mucho, noble corazón, espíritu su- 
premo, alma profunda, líbrame, te rue- 
go, en nombre del amor paternal que 
me dispensabas, y del respeto filial que 
te profesé, del resto de duda que, si no 
se cambia en mí en convicción, vendrá 
a ser un remordimiento. 
El conde bajó la cabeza y juntó las 
MANOS.
	        
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