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el calabozo, abrió su corazón un senti-
miento dulce y tierno, un sentimiento
de gratitud, y las lágrimas saltaron de
sus OjOS.
—Aquí es — dijo el guía — donde es-
taba el abate loco; por allí venía a en-
contrarle el joven — y enseñó a Monte-
cristo la abertura de la galería, aún no
cerrada—. Por el color de la piedra —
continuó—, ha reconocido un sabio que
debía hacer diez años, poco más o me-
ros, que los dos prisioneros se Comu-
nicaban en estos sitios, ¡ Pobres gentes !
¡ Cuánto han debido aburrirse en diez
años !
Dantés sacó algunos luises del bolsi-
llo, y tendió la mano hacia el hombre
que por segunda vez le compadecía sin
conocerle. El conserje los recibió, cre-
yendo eran algunas monedas de poco
valor ; pero a la luz de la antorcha co-
noció la suma que se le entregaba.
—Señor — le dijo—, os habéis equi-
vocado.
—¿En qué?
—s oro lo que me dais.
-—Ya lo sé.
—¿Es vuestra intención darme este
oro?
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—BÍ.
—¿Y puedo guardármelo sin recelo
alguno?
—Al.
El conserje contempló con asombro
al conde.
—Y «¡ honrosamente !»—dijo el con-
de, como Hamlet.
—Señor; no comprendo vuestra ge-
nerosidad.
—Es fácil de comprender, sin em-
bargo — dijo el conde— ; he sido mari-
vo, y vuestra historia ha debido con-
moverme como ninguna.
—Entonces, señor — dijo el guía—,
puesto que sois tan generoso, merecéis
que os ofrezca yo alguna cosa.
—¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo
mío? ¿Conchas, obras de paja? Gra-
clas.
—No, señor, no; alguna cosa que se
refiere a la historia presente.
—;¡ De verdad !.. ¿Cuál es?
—FEscuchad ; he aquí lo que pasó. Di-
je para mí: siempre se encuentra algo
en una morada ocupada diez años por
un prisionero, y me puse a registrarlo
ALEJANDRO DUMAS
todo; observé que sonaba a hueco de-
bajo del lecho y en el hogar de la chi-
menea.
—$í — dijo Montecristo—, sÍ,
—Levanté las piedras y hallé...
—¡ Una escala de cuerda, instru»
mentos |!
—¿Cómo sabéis eso? — preguntó el
conserje.
—No lo sé, lo adivino — dijo el con-
de—; son cosas que se hallan diaria-
mente en los escondrijos de los prisio-
neros.
—$i, señor — dijo el gula—, una es-
cala de cuerda, instrumentos...
—¿Y los tenéis aún? — exclamó
Montecristo.
—No, señor; he vendido estos dife-
rentes objetos que eran muy curiosos
para los visitadores, pero me queda otra
COSA.
. —¿Qué? — preguntó el conde con
impaciencia.
—Me queda una especie de libro, es-
crito sobre tiras de tela.
—¡Oh! ¿Conserváis ese libro?
—No sé si es un libro — dijo el con-
serje—- ; pero me queda lo que os digo.
—Id a buscármelo, amigo mio, id —
dijo el conde—, y si es lo que presumo,
estad tranquilo.
—Voy, señor.
Y el guía salió. Entonces fué a arro-
dillarse piadosamente ante los restos del
lecho de que la muerte había hecho pa-
ra él un altar. :
—¡ Oh mi segundo padre ! — dijo— *
Tú, que me has dado libertad, ciencia,
riqueza ; tú, que parecido a las criatu-
ras de una esencia superior a la nues-
tra, tenías la ciencia del bien y del mal ;
si en el fondo de la tumba queda de nog-
otros alguna cosa que se levante a la
voz de los que moran sobre la tierra, sl
en la transfiguración que sufre el cadá-
ver, alguna cosa animada flota en los
lugares en donde hemos amado o sufri-
do mucho, noble corazón, espíritu su-
premo, alma profunda, líbrame, te rue-
go, en nombre del amor paternal que
me dispensabas, y del respeto filial que
te profesé, del resto de duda que, si no
se cambia en mí en convicción, vendrá
a ser un remordimiento.
El conde bajó la cabeza y juntó las
MANOS.