Full text: Tomo 2 (2)

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esta inquietud aumentaba de minuto en 
minuto, al cabo de algunos instantes su 
espíritu, en lugar del vacío que dijimos 
cuando se puso en camino y que le pro- 
dujo el sueño, tenía pensamientos más 
propios unos y otros para despertar el 
interés del viajero, y sobre todo de un 
viajero en la situación de Danglars. 
Este vió un hombre envuelto en una 
capa que galopaba a la portezuela de la 
derecha. 
—Algún gendarme — dijo—. ¿Ha- 
bré sido denunciado por los telégrafos 
franceses a las autoridades pontificias ? 
Resolvió salir de esta ansiedad. 
—¿A dónde me lleváis? — dijo. 
-—¡ Dentro la testa! — repitió la mis- 
ma voz con el propio acento de ame- 
naza. 
Danglars se volvió hacia la puerta 
de la izquierda. Otro hombre a caba- 
llo galopaba al mismo lado. 
—Manifiestamente — se dijo Dan- 
glars con el sudor en el rostro—, estoy 
burlado. 
Y se arrojó al fondo de la calesa, es- 
ta vez no para dormir, sino para soñar. 
Un instante después salió la luna. Des- 
de el fondo de la calesa echó una ojea- 
da a la campiña. Volvió a ver entonces 
los grandes acueductos, fantasmas de 
piedra que había notado al pasar; so- 
lamente que en vez de verlos a la dere- 
cha, los tenía ahora a la izquierda. Cre- 
yó que habían dado media vuelta al ca- 
rruaje, y que se le llevaba a Roma, 
-—¡ Oh ! ¡ Desgraciado ! — exclambó—, 
se habrá conseguido mi extradición. 
El carruaje continuó corriendo con 
admirable velocidad. Pasó una hora te- 
rrible, porque a cada nuevo indicio que 
se le ofrecía al paso, el fugitivo recono- 
cía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. 
En fin, no volvió a ver la masa som- 
bría contra la cual le parecía que el ca- 
rruaje iba a estrellarse. Pero el carrua- 
je se ladeó, faldeando la masa sombría, 
que no era otra cosa que la cintura de 
murallas que envuelve a Roma, 
.. ¡Oh! ¡0h! — murmuró  Dan- 
glars— no entramos en la ciudad ; lue- 
go no es la justicia la que me detiene. 
¡Gran Dios! otra idea, será posible... 
. Bus cabellos se erizaron. Recordó las 
Interesantes historias de los bandidos 
romanos, tan poco creídas en París, y 
ALEJANDRO DUMAS 
que Alberto de Morcef contaba a mas 
dama Danglars y a ugenia cuando se 
trataba de que el joven vizconde fuera 
yerno de una y marido de otra, 
—¡ Ladrones tal vez! — murmuró. 
Do repente el carruaje rodó sobre al- 
guna cosa más dura que el suelo de un 
camino enarenado. Danglars aventuró 
una mirada a los dos lados del camino ; 
percibió monumentos de una forma ex- 
traña, y su pensamiento, preocupado 
con la relación de Morcef, que al pre- 
sente se le representaba en todos sus 
pormenores, este ¡pensamiento le dijo 
que debía estar sobre la vía Appia. 
A la izquierda del carruaje, en un es- 
pacio del valle, se veía una excavación 
circular. Era el circo de Caracalla. A 
una palabra del hombre que galopaba a 
la derecha del carruaje, éste se detuvo. 
Al mismo tiempo se abrió la portezue- 
la de la izquierda. 
—¡Scendi! — dijo una voz, 
Danglars bajó en el mismo instante ; 
no hablaba aún el italiano, pero lo en- 
tendía ya. Más muerto que vivo, el ba- 
rón miró en torno suyo. Cuatro hom- 
bres le rodeaban, sin contar el postillón. 
—Di qua — dijo uno de ellos, bajan- 
do por un sendero que conducía de la 
vía Appia al medio de las desigualda- 
des de la campiña de Roma. 
Danglars siguió sin resistencia a su 
guía, y no tuvo necesidad de volverse 
para saber que era seguido de otros tres 
hombres. Sin embargo, parecióle que 
éstus se quedaban como de centinela, a 
distancias iguales. Después de diez mi- 
nutos de marcha, próximamente, du- 
rante los cuales Danglars no cambió 
una sola palabra con su guía, se halló 
entre un cerro y un matorral ; tres hom- 
bres, en pie y mudos, formaban un 
triángulo de que él era el centro. Quiso 
hablar ; su lengua se turbó. 
—Avanti — dijo la misma voz, con 
acento breve e imperativo, 
Esta vez Danglars comprendió de 
dos modos, por la palabra y por el ges- 
to ; porque el hombre que marchaba de- 
trás le empujó tan rudamente hacia ade- 
lante que casi tropezó con su guía. 
Este guía era nuestro amigo Pipino, 
que se entró por logs matorrales en me- 
dio de una sinnosidad que sólo los la- 
gartos podían tener por un camino
	        
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