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esta inquietud aumentaba de minuto en
minuto, al cabo de algunos instantes su
espíritu, en lugar del vacío que dijimos
cuando se puso en camino y que le pro-
dujo el sueño, tenía pensamientos más
propios unos y otros para despertar el
interés del viajero, y sobre todo de un
viajero en la situación de Danglars.
Este vió un hombre envuelto en una
capa que galopaba a la portezuela de la
derecha.
—Algún gendarme — dijo—. ¿Ha-
bré sido denunciado por los telégrafos
franceses a las autoridades pontificias ?
Resolvió salir de esta ansiedad.
—¿A dónde me lleváis? — dijo.
-—¡ Dentro la testa! — repitió la mis-
ma voz con el propio acento de ame-
naza.
Danglars se volvió hacia la puerta
de la izquierda. Otro hombre a caba-
llo galopaba al mismo lado.
—Manifiestamente — se dijo Dan-
glars con el sudor en el rostro—, estoy
burlado.
Y se arrojó al fondo de la calesa, es-
ta vez no para dormir, sino para soñar.
Un instante después salió la luna. Des-
de el fondo de la calesa echó una ojea-
da a la campiña. Volvió a ver entonces
los grandes acueductos, fantasmas de
piedra que había notado al pasar; so-
lamente que en vez de verlos a la dere-
cha, los tenía ahora a la izquierda. Cre-
yó que habían dado media vuelta al ca-
rruaje, y que se le llevaba a Roma,
-—¡ Oh ! ¡ Desgraciado ! — exclambó—,
se habrá conseguido mi extradición.
El carruaje continuó corriendo con
admirable velocidad. Pasó una hora te-
rrible, porque a cada nuevo indicio que
se le ofrecía al paso, el fugitivo recono-
cía, a no dudarlo, que se le volvía atrás.
En fin, no volvió a ver la masa som-
bría contra la cual le parecía que el ca-
rruaje iba a estrellarse. Pero el carrua-
je se ladeó, faldeando la masa sombría,
que no era otra cosa que la cintura de
murallas que envuelve a Roma,
.. ¡Oh! ¡0h! — murmuró Dan-
glars— no entramos en la ciudad ; lue-
go no es la justicia la que me detiene.
¡Gran Dios! otra idea, será posible...
. Bus cabellos se erizaron. Recordó las
Interesantes historias de los bandidos
romanos, tan poco creídas en París, y
ALEJANDRO DUMAS
que Alberto de Morcef contaba a mas
dama Danglars y a ugenia cuando se
trataba de que el joven vizconde fuera
yerno de una y marido de otra,
—¡ Ladrones tal vez! — murmuró.
Do repente el carruaje rodó sobre al-
guna cosa más dura que el suelo de un
camino enarenado. Danglars aventuró
una mirada a los dos lados del camino ;
percibió monumentos de una forma ex-
traña, y su pensamiento, preocupado
con la relación de Morcef, que al pre-
sente se le representaba en todos sus
pormenores, este ¡pensamiento le dijo
que debía estar sobre la vía Appia.
A la izquierda del carruaje, en un es-
pacio del valle, se veía una excavación
circular. Era el circo de Caracalla. A
una palabra del hombre que galopaba a
la derecha del carruaje, éste se detuvo.
Al mismo tiempo se abrió la portezue-
la de la izquierda.
—¡Scendi! — dijo una voz,
Danglars bajó en el mismo instante ;
no hablaba aún el italiano, pero lo en-
tendía ya. Más muerto que vivo, el ba-
rón miró en torno suyo. Cuatro hom-
bres le rodeaban, sin contar el postillón.
—Di qua — dijo uno de ellos, bajan-
do por un sendero que conducía de la
vía Appia al medio de las desigualda-
des de la campiña de Roma.
Danglars siguió sin resistencia a su
guía, y no tuvo necesidad de volverse
para saber que era seguido de otros tres
hombres. Sin embargo, parecióle que
éstus se quedaban como de centinela, a
distancias iguales. Después de diez mi-
nutos de marcha, próximamente, du-
rante los cuales Danglars no cambió
una sola palabra con su guía, se halló
entre un cerro y un matorral ; tres hom-
bres, en pie y mudos, formaban un
triángulo de que él era el centro. Quiso
hablar ; su lengua se turbó.
—Avanti — dijo la misma voz, con
acento breve e imperativo,
Esta vez Danglars comprendió de
dos modos, por la palabra y por el ges-
to ; porque el hombre que marchaba de-
trás le empujó tan rudamente hacia ade-
lante que casi tropezó con su guía.
Este guía era nuestro amigo Pipino,
que se entró por logs matorrales en me-
dio de una sinnosidad que sólo los la-
gartos podían tener por un camino