Full text: Tomo 2 (2)

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los zafiros, rubles y esmeraldas que la 
guarnecían, mezcla de azul, de púrpu- 
ra y oro. El conde cogió entonces una 
pequeña cantidad de esta substancia 
con una cuchara de plata sobredorada, y 
la ofreció a Morrel, mirándole fijamen- 
te largo tiempo. Pudo verse entonces 
gue esta substancia era verdosa, 
—-He aquí lo que me habéis pedido— 
dijo—. He aquí lo que os he prometido. 
—Viviendo aún — dijo el joyen, al 
tomar la cuchara de manos de Monte- 
cristo—, os doy las gracias desde el fon- 
do de mi corazón. 
ll conde cogió otra cuchara, y la 
metió también en la caja de oro. 
—¿Qué vais a hacer, amigo? 
—A fe mía, Morrel — le dijo son- 
riéndose—, creo que estoy tan cansa- 
do de la vida como vos, y puesto que la 
ocasión se me presenta,.., 
—] Deteneos ! — exclamó el joven—, 
vos que amáis, que sois amado, que te- 
néis fo y esperanza, ¡oh! no hagáis 
lo que yo voy a hacer; ¡en vos sería un 
crimen! ¡ Adiós, mi noble y generoso 
amigo, adiós, voy a decir a Valentina 
todo lo que habéis hecho por mí! 
Y lentamente, saboreó la misma subs- 
tancia que le había ofrecido Montecris- 
to, Ein este momento quedaron ambos 
gilenciosos. 
Alí, también callado y atento, les dió 
tabaco, sirvió el café y desapareció. 
Poco a poco las lámparas palidecle- 
ron en las manos de las estatuas de már- 
mol que las sostenian, y el perfume 
de los pebeteros pareció menos pe- 
netrante a Morrel. Sentado en frente, 
Montecristo le miraba desde el fondo 
de la sombra, y Morrel no veía brillar 
más que los ojos del conde. 
—Amigo — dijo—, conozco que me 
Muero ; gracias, 
Hizo un esfuerzo para tenderle se- 
gunda vez la mano ; pero sin fuerzas se 
dejó caer sobre él. 
Entonces le pareció que Montecristo 
se sonreía, mo con la risa particular e 
imponente que le había dejado entre- 
ver muehas veces los misterios de su 
alma profunda, sino con la compasiva 
bondad que tienen los padres para con 
sus hijos extraviados. Al mismo tiempo, 
el conde crecía a gus ojos, su talla, casi 
doble se dibujaba sobre las pinturas ro- 
ALEJANDRO DUMAS 
jas, había echado atrás sus negros cabe: 
llos, y se presentaba alto e imponente 
como uno de esos ángeles con que se 
amenaza a los pecadores el día del jui- 
cio eterno. ' 
Morrel, abatido, desconcertado, ge 
tendió en un sofá ; advertíase entorpeci- 
miento en la circulación de la sangro 
ya algo azulada. Su cabeza experimen- 
taba un gran trastorno de ideas. Ten- 
dido, enervado, anhelante, Morrel no 
sentía ; parecía entrar decididamente 
en el vago delirio que precede al esta- 
do desconocido: que llamamos muerte. 
Procuró tender de nuevo la mano al 
conde, pero carecía ya de movimiento ; 
quería decirle ya un adiós supremo, y 
su lengua se agitó sordamente en su 
'ganta, como la losa al cerrar el se- 
pulcro. Sus ojos, llenos de languidez, 
se cerraron a pesar suyo; sin embar- 
go, en derredor de sus párpados se agi- 
taba una imagen que reconoció, a pe- 
sar de la obscuridad de que se creía en- 
vuelto. Era el conde, que acababa de 
abrir una puerta. De pronto una cla- 
ridad inmensa resplandecía en la cáma- 
ra vecina, inundando la sala donde Mo: 
rrel se dejaba abandonado a una dulce 
agonía. Entonces vió venir a la entra- 
da de la habitación, al límite de ambas 
estancias, una mujer de maravillosa 
belleza. Pálida y sonriéndose dulce- 
mente, parecía un ángel de misericordia 
conjurando, al ángel de las venganzas. 
—¿Berá el cielo el que se abre pa- 
ra nd? — pensó el moribundo— ; este 
ángel se parece al que he perdido, 
Montecristo señaló con el dedo a la 
joven el sofá donde estaba Morrel. La 
joven marchó hacia él con las manos 
juntas y la sonrisa en los labios. 
¡ Valentina! ¡ Valentina ! — excla- 
mó Morrel desde el fondo de su alma. 
"Pero su boca no articuló sonido al- 
guno; dió un suspiro y cerró log ojos. 
Valentina se precipitó sobre él. Tios la- 
bios de Morrel hicieron un moyimiento. 
—Os llama — dijo el conde—, os Ma- 
ma desde el fondo de su sueño, aquel 
a quien hablais confiado su destinó, y 
la muerte quería arrebataros. Pero esto 
ha sido por vuestro bien ; yo he yenci- 
do la muerte. Valentina, en lo sucesi- 
vo, no debéis gepararos más sobre la 
tierra, puesto que para encontrarog 0% 
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