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agarré al pasamano ; si le suelto, al ins-
tante me hubiera precipitado.
» Llegué a la puerta que está
la escalera ; un azadón estaba apoyado
contra la pared. Le cogí y me adelatté
hacia la calle de árboles que está en
frente de la puerta. Yo llevaba una lm-
terna sorda; en medio de la plazoleta
me detuve para encenderla ; en seguida
continué mi camino.
»El mes de noviembre tocaba a su
fin, todo el verdor del jardín lLabía des-
aparecido,
» Los árboles se asemejaban a esque:
letos con brazos descarnados, y las l:o-
jas secas sonaban sobre la arena a cata
paso mi0...
»Era tal mi espanto, que al acercar-
me al árbol saqué mi pistola > la 1on-
té. Siempre creía ver aparecer al tra-
vés de las ramas la figura amenazadora
del corso...
»Dirigí la luz de mi linterna sorda al
árbol; no había nadie.
»Paseé una mirada alrededor mio;
estaba completamente solo... ,
» Ningún ruido turbaba el silencio de
la noche excepto el lúgubre canto de la
lechuza, que parecía evocar los fantas-
mas de la noche.
»Coloqué mi linterna en el suelo,
en el mismo sitio donde la coloqué ún
año antes para cavar la huesa.
»La hierba había brotado más es-
pesa hacia aquel punto en el otoño, y
nadie se había cuidado de arreglarla.
Sin embargo, había un sitio en que no
había casi nada ; era evidente que allí
fué donde le enterré. Así, pues, me
puse a trabajar. y
»¡ Había llegado al fin aquella hora
tan esperada hacía un año! :
»Seguía trabajando, creyendo sentir
una resistencia cada vez que dejaba caer
el azadón; pero nada. Y no obstante,
hice un agujero dos veces mayor ue el
primero. Creí haberme engañado de sl-
tio; miré los árboles, procuré conocer
los detalles que se habían quedado gra-
bados en mi imaginación ; una brisa
fría y aguda silbaba al través de las ra-
mas despojadas de sus hojas, y, SIN em-
bargo, mi frente estaba bañada en su-
dor.
»¡ Me acordé de haber recibido la pu-
ñalada en el momento de estar aplso-
al pie de
ALEJANDRO DUMAS
nando la tierra para volver a cubrir 18
huesa !
»Al estar haciendo esta operación me
apoyé contra un sauce; detrás de mí
había una roca artificial destinada a
servir de banco a los paseantes, porque
al dejar caer la mano sentí el frío de
aquella piedra ; a mi derecha estaba el
sauce, detrás de mí la roca. Cal ani-
quilado sobre la piedra, me volví a le-
ranmtar, me puse a ensanchar el agu-
jero; nada, siempre nada ; el cofre no
estaba.
— No estaba el cofre! — murmuró
madama Danglars sofocada por el es-
panto.
—No creáis que me limité a esta sola
tentativa — continuó Villefort—, no.
Registré perfectamente todo aquel lu-
gar; yo pensé que el asesino, habiendo
desenterrado el cofre creyó que era un
tesoro, quiso apoderarse de él y se lo
llevó ; y que, dándose cuenta después de
gu error, hizo un agujero a su vez don-
de lo depositó ; pero nada. Después me
ocurrió la idea de que tal vez no habría
tomado tantas precauciones, tirándolo
en algún rincón. Asf, pues, como para
esto. tenía que esperar a que apareciese
la luz diurna, a que se hiciese de día,
abandoné el jardín.
—¡ Oh! ¡ Dios mío!
—Así que llegó el día bajé de nuevo.
Mi primera visita fué al árbol; espe-
raba encontrar en él algunas señales
que se me hubieran escapado durante
la obscuridad. Yo había levantado la
tierra sobre una superficie de más de
veinte pies cuadrados y sobre una pro-
fundidad de más de dos pies. Apenas
hubiera bastado un día a un jornalero
para-lo que yo había hecho en una ho-
ra. Nada, no vi absolutamente nada.
Entonces me puse a buscar el cofre por
donde yo había supuesto que tal vez
estaría. En consecuencia, me dirigí al
camino que conducía a la puerta de sa-
lida ; pero esta nueva investigación fuv
tan inútil como la primera, y me volví
al árbol con el corazón oprimido.
—¡Oh! — exclamó madama Dan-
glars—, ¡era para volverse loco !
—Así lo esperé yo por un momento;
pero no tuve esa dicha; sin embargo,
reuniendo mis fuerzas, y por consiguien-
te mis ideas: ¿Para qué se habrá lle-