Full text: Tomo 2 (2)

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—¿Está en casa el señor abate? — 
preguntó. 
—$1, trabaja en su biblioteca ; pero 
os espera — respondió el criado. 
El desconocido subió la escalera bas- 
tante estrecha, y delante de una mesa 
cuya superficie era iluminada por una 
luz que despedía una gran lámpara, 
mientras que el resto de la habitación 
estaba sumergido en la sombra, vió al 
abate con traje eclesiástico y cubierta 
la cabeza con un sombrero negro de 
anchas alas. 
—¿Es a M. Busoni a quien tengo el 
honor de hablar? — preguntó el des- 
conocido, 
—$í, señor — respondió el abate—; 
¿y vos sois la persona que M. de Bo- 
ville me envía de parte del señor pre- 
fecto de policía? 
—Justamente, caballero. 
—¡ Uno de los agentes de seguridad 
de París! 
—$1, señor — respondió el descono- 
cido con cierta indecisión y sonroján- 
dose. 
El abate se puso sus anteojos, que 
no sólo le cubrían los ojos, sino las 
sienes, y volviéndose a sentar, hizo se- 
ñal de que se sentase el agente. 
—Os escucho, caballero — dijo el 
abate con un acento italiano de los más 
pronunciados. 
—La comisión que me han encarga- 
do, señor abate, se reduce a saber de 
parte del señor prefecto de policía, co- 
mo magistrado que es, una cosa que in- 
teresa a la seguridad pública, en nom- 
bre de la cual vengo a informarme. Es- 
peramos, pues, que no habrá lazos de 
amistad ni consideración humana que 
pueda induciros a ocultar la verdad a la 
justicia. 
—Con tal que las cosas que queréis 
saber no perjudiquen a los escrúpulos 
de la conciencia. Soy sacerdote, y los 
secretos de la confesión deben perma- 
necer callados, como fácilmente conci- 
biréis. 
—¡ 0h! Tranquilizaos, señor abate— 
dijo el desconocido—; en todo caso, 
pondremos vuestra conciencia a cu- 
bierto. 
A estas palabras el abate acercó ha- 
cia sí la pantalla, la levantó del lado 
opuesto, de suerte que, iluminando de 
ALEJANDRO DUMAS 
lleno el rostro del desconocido, el suyo 
permanecía siempre en la sombra. 
—Perdonad, señor abate — dijo el 
enviado del prefecto—; pero esta luz 
me fatiga horriblemente la vista. 
El abate bajó la pantalla verde. 
—Ahora, caballero, os escucho : ha- 
blad. 
—¿ Conocéis al señor conde de Mon- 
tecristo ? 
—¿ Presumo que queréis hablar de 
M. Zaccone? 
—, Zaccone !... 
tecristo ? 
—Montecristo es un nombre de tie- 
rra, o más bien un nombre de roca, y 
no un nombre de familia. 
—Pues bien, sea, no discutamos más, 
y puesto que M. Montecristo y M. Zac- 
cone son el mismo hombre... 
—Absolutamente el mismo. 
—Hablemos de M. de Zaccone, 
—Bien. 
—Os preguntaba si le conocíais. 
—Mucho. 
—¿Qué es? 
—Es hijo de un armador de Malta. 
—$Í, ya lo sé, eso se dice; pero y: 
conoceréis que la policía no puede con- 
testar con un se dice. 
-—Sin embargo — repuso el abate con 
una sonrisa afable—, cuando ese se dice 
es la verdad, es preciso que todo el 
mundo se contente, y que la policía ba- 
ga lo mismo que todo el mundo. 
—¿Pero estáis seguro de lo que de- 
cl8?- 
-—¿Cómo si estoy seguro? 
—Os repito, caballero, que yo No s08- 
pecho de vuestra buena fe; os digo: 
¿estáis seguro? 
-—HEscuchad, yo he conocido a mon- 
sieur Zaccone, padre... 
—¡ Ah, ah !... 
-—S1, cuando era niño, he jugado mu- 
chas veces con su hijo. 
—-Pero, sin embargo, ¿ese título de 
conde...? 
—Ya sabéis que se compra, 
—-¿ En Italia? 
—En todas partes. 
—Pero sus riquezas son inmensas, 
según todo el mundo asegura. 
—Tnmensas, sí, 6sa es la palabra, 
—«¿Ouánto creéis que poseerá, vos 
que lo conocéis? 
¿No se llama Mon-
	        
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