40
—¿Está en casa el señor abate? —
preguntó.
—$1, trabaja en su biblioteca ; pero
os espera — respondió el criado.
El desconocido subió la escalera bas-
tante estrecha, y delante de una mesa
cuya superficie era iluminada por una
luz que despedía una gran lámpara,
mientras que el resto de la habitación
estaba sumergido en la sombra, vió al
abate con traje eclesiástico y cubierta
la cabeza con un sombrero negro de
anchas alas.
—¿Es a M. Busoni a quien tengo el
honor de hablar? — preguntó el des-
conocido,
—$í, señor — respondió el abate—;
¿y vos sois la persona que M. de Bo-
ville me envía de parte del señor pre-
fecto de policía?
—Justamente, caballero.
—¡ Uno de los agentes de seguridad
de París!
—$1, señor — respondió el descono-
cido con cierta indecisión y sonroján-
dose.
El abate se puso sus anteojos, que
no sólo le cubrían los ojos, sino las
sienes, y volviéndose a sentar, hizo se-
ñal de que se sentase el agente.
—Os escucho, caballero — dijo el
abate con un acento italiano de los más
pronunciados.
—La comisión que me han encarga-
do, señor abate, se reduce a saber de
parte del señor prefecto de policía, co-
mo magistrado que es, una cosa que in-
teresa a la seguridad pública, en nom-
bre de la cual vengo a informarme. Es-
peramos, pues, que no habrá lazos de
amistad ni consideración humana que
pueda induciros a ocultar la verdad a la
justicia.
—Con tal que las cosas que queréis
saber no perjudiquen a los escrúpulos
de la conciencia. Soy sacerdote, y los
secretos de la confesión deben perma-
necer callados, como fácilmente conci-
biréis.
—¡ 0h! Tranquilizaos, señor abate—
dijo el desconocido—; en todo caso,
pondremos vuestra conciencia a cu-
bierto.
A estas palabras el abate acercó ha-
cia sí la pantalla, la levantó del lado
opuesto, de suerte que, iluminando de
ALEJANDRO DUMAS
lleno el rostro del desconocido, el suyo
permanecía siempre en la sombra.
—Perdonad, señor abate — dijo el
enviado del prefecto—; pero esta luz
me fatiga horriblemente la vista.
El abate bajó la pantalla verde.
—Ahora, caballero, os escucho : ha-
blad.
—¿ Conocéis al señor conde de Mon-
tecristo ?
—¿ Presumo que queréis hablar de
M. Zaccone?
—, Zaccone !...
tecristo ?
—Montecristo es un nombre de tie-
rra, o más bien un nombre de roca, y
no un nombre de familia.
—Pues bien, sea, no discutamos más,
y puesto que M. Montecristo y M. Zac-
cone son el mismo hombre...
—Absolutamente el mismo.
—Hablemos de M. de Zaccone,
—Bien.
—Os preguntaba si le conocíais.
—Mucho.
—¿Qué es?
—Es hijo de un armador de Malta.
—$Í, ya lo sé, eso se dice; pero y:
conoceréis que la policía no puede con-
testar con un se dice.
-—Sin embargo — repuso el abate con
una sonrisa afable—, cuando ese se dice
es la verdad, es preciso que todo el
mundo se contente, y que la policía ba-
ga lo mismo que todo el mundo.
—¿Pero estáis seguro de lo que de-
cl8?-
-—¿Cómo si estoy seguro?
—Os repito, caballero, que yo No s08-
pecho de vuestra buena fe; os digo:
¿estáis seguro?
-—HEscuchad, yo he conocido a mon-
sieur Zaccone, padre...
—¡ Ah, ah !...
-—S1, cuando era niño, he jugado mu-
chas veces con su hijo.
—-Pero, sin embargo, ¿ese título de
conde...?
—Ya sabéis que se compra,
—-¿ En Italia?
—En todas partes.
—Pero sus riquezas son inmensas,
según todo el mundo asegura.
—Tnmensas, sí, 6sa es la palabra,
—«¿Ouánto creéis que poseerá, vos
que lo conocéis?
¿No se llama Mon-