EL CONDE DE
—¡Oh! Tendrá de renta ciento cin-
cuenta o doscientas mil libras.
—¡ Ab! Eso es algo — dijo el agen-
te—; pero decían que de tres a cuatro
millones...
—Doscientas mil libras de renta, Ca-
ballero, son cuatro millones de capital.
—Pero dectan que de tres a cuatro
millones de renta.
—¡ Oh ! eso no es creíble,
—¿ Y conocéis su isla de Montecristo?
—Seguramente ; todo el que haya ve-
mido de Palermo, de Nápoles o de Ro-
ma a Francia, por mar, la conoce, pues-
to que tiene que pasar junto a ella.
—¿Es una morada encantadora, se-
gún se asegura ?
—Es una roca.
—¿ Y por qué ha comprado el conde
una roca ?
—Justamente para ser conde. En
Italia para ser conde se necesita un con-
dado.
—¿Sin duda habéis oído hablar de las
aventuras de M. Zaccone?
—¿El padre?
—No, el hijo.
—4 Ah! Aquí empiezan mis incerti-
dumbres, porque aquí be perdido de
vista a mi joven camarada,
—¿ Ha. sido militar?
—Creo que ha servido,
—¿En qué cuerpo?
—En el de marina.
—Veamos ; ¿no sois su confesor?
—No, señor; creo que es luterano.
—¿ Cómo Interano?
—Digo que creo, no afirmo. Por otra
parte, yo creía restablecida en Francia
la libertad de cultos.
—Sin duda; pero no nos ocupemos
en sus creencias, sino en sus acciones.
En nombre del señor prefecto de poli-
cía, decidme todo lo que sepáis.
—Pasa por hombre muy caritativo.
Nuestro Santo padre el Papa lo ha he-
cho caballero del Cristo, favor que no
concede más que a los príncipes, por
los servicios eminentes que ha hecho a
los cristianos de Oriente ; tiene cinco o
sels cordones conquistados por los .ser-
vicios hechos a los príncipes o a los
Estados.
-—¿ Y los lleva ?
No, pero está orgulloso de ellos;
dico que quiere mejor las recompensas
MONTECRISTO 41
concedidas a los bienhechores de la hu-
manidad, que las que se conceden a los
destructores de los hombres.
—¿Ese hombre es algún cuálkero?
—Justamente, una cosa por el estilo.
—¿Sabéis si tiene algunos amigos?
—Para él, todos los que conoce son
amigos suyos.
—Pero, en fin, ¿tiene algún ene-
migo?
—Uno solo.
—¿Cómo se llama?
—Lord Wilmore.
—¿ Dónde está?
—En París en este momento,
—¿ Y puede darme informes?
——Preciosos. Estaba en la India al
mismo tiempo que M. Zaccone.
—¿ Sabéis dónde vive?
—En la Chaussée d'Antin ; pero ig-
noro la calle y el número.
—¿ Estáis mal con ese inglés?
—Aprecio a M. Zaccone y le detes-
to; nos tratamos con mucha frialdad.
—Señor abate, ¿creóis que baya ve-
nido otra vez a Francia Montecristo
antes de ahora?
-—¡ Ah! Tocante a eso puedo respon-
deros positivamente. No, señor, no ha
venido nunca, puesto que se ha dirigl-
do a mí hace seis meses para adquirir
las noticias que deseaba. Pero, como yo
ienoraba en qué época estaría yo en Pa-
rís a punto fijo, le dirigí a M. Caval-
canti.
—.¿ Andrés?
—No, Bartolomé, el padre.
—Muy bien, señor abate; no tengo
ya que preguntaros más que una cosa,
y os suplico en nombre del honor, do
la humanidad y de la religión, que me
respondáis pronto.
--—Hablad, caballero.
-—¿Sabéis con qué objeto ha com-
prado M. de Montecristo una casa en
Auteuil ?
—Seguramente ; me lo ha dicho.
—¿Con qué objeto?
-—Con el de hacer un hospital de locos
semejante al que ha fundado el barón
de Pisani en Palermo; ¿conocéis uso
hospital?
-—De otr hablar de él, señor abato.
—Es una institución magnífica.
Y al acabar estas palabras, el abate
saludó al desconocido como con deseo
as
A o o ri