EL CONDE DE
la guerra a los ingleses ; allí se encon-
traron y combatieron uno contra otro ;
en aquella guerra Zaccone fué hecho
prisionero, enviado a Inglaterra y echa-
do a presidio, de donde se escapó a na-
do. Entonces empezaron sus viajes, sus
duelos, sus pasiones ; entonces aconte-
ció la insurrección de Grecia, y sirvió
en las filas de los griegos. Mientras es-
taba a su servicio, descubrió una mina
de plata en las montañas de Tesalia,
pero se guardó muy bien de hablar a
nadie de este descubrimiento. Después
de Navarino, y así que hubo consoli-
dado el Gobierno griego, pidió al rey
Otón un privilegio para explotar aque-
lla mina, el cual se lo concedió. De
aquí provenía aquella inmensa fortuna
que, según lord Wilmore, podría ascen-
der a uno o dos millones de renta, for-
tuna que podía acabarse de repente, sl
también la mina dejaba de producir.
—Pero—preguntó el desconocido—,
¿para qué ha venido a Francia?
-——Ha venido a especular en los cami-
nos de hierro -— dijo lord Wilmore—,
y después, como es hábil químico y fÍ-
sico no menos distinguido, ha descu-
bierto un nuevo telégrafo cuya aplica-
ción prosigue.
—¿Cuánto gastará al año? — pre-
guntó el enviado.
—¡ Oh! Quinientos o setecientos mil
francos todo lo más — dijo lord Wil-
More—; es avaro.
Era evidente que el odio hacía hablar
al inglés y no teniendo nada que echar
en cara al conde le acusaba de avaro.
-—¿ Sabéis algo de su casa de Au-
teuil ?
—SÍ, señor.
—¡ Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Queréis
decirme con qué fin la ha comprado?
-—El conde es un especulador que se-
guramente se va a arruinar en pruebas
y descubrimientos ; ha creído que hay
en Auteuil, en los alrededores de la ca-
sa que acaba de adquirir, una corriente
de agua mineral qne puede rivalizar con
las de Bagnéres de Luchon y de Caut-
terest. Quiere hacer de su adquisición
un bud haus, como dicen los alemanes.
Ya ha hecho remover varias veces la
tierra de su jardín para encontrar la
famosa corriente de agna; y como no
la ha descubierto, no tardará en com-
MONTECRISTO 43
prar las casas de los alrededores. Aho-
ra, pues, como yo le detesto y ando
buscando una ocasión de burlarme de
él, le observo para ver si se acaba de
arruinar un día u otro con ese descu-
brimiento y otras especulaciones, lo cual
tiene que suceder infaliblemente.
—¿Por qué le detestáis? — dijo el
desconocido.
—¿Por qué?... Porque al pasar por
Inglaterra ha seducido a la mujer de
uno de mis amigos.
—¿ Y por qué no os vengáis?...
—Ya me he batido tres veces con él
--—dijo el inglés—, la primera vez a pis-
tola, la segunda a espada y la tercera
a sable.
—¿ Y el resultado de esos duelos ha
sido... ?
—Que la primera vez me rompió un
brazo, la segunda estuvo a pique de
atravesarme un pulmón, y la tercera
me ha hecho una herida.
El inglés bajó el cuello de su camisa,
que le llegaba a las orejas, y mostró una
cicatriz, cuyo color rojo indicaba que no
había sido hecha hacía mucho tiempo.
—De suerte que le detesto hasta no
poder más — repitió el inglés-—, y se-
guramente morirá a mis manos.
—Pues, según veo, no lleváis el me-
jor camino — dijo el enviado del pre-
fecto.
—+4 Hao! -- dijo el inglés—, todos
los días voy al tiro, y de dos en dos
viene a mi casa Grisier.
Esto era cuanto quería saber el des-
conocido, o más bien lo que parecía sa-
ber el inglés. El agente se levantó y
se retiró después de haber saludado a
lord Wilmore, que, por su parte, le
respondió con la gravedad y política
propia de los har1tantes de su país.
Lord Wilmore, después de haber oÍ-
do cerrar la puerta de la calle habiendo
dado paso al agente, extró en su gabi-
nete, donde, en menos de dos minutos,
desaparecieron sus cabellos rubios, sus
patillas rojas y 8u cicatriz, para dar lu-
gar a los cabellos negros, a la blanca
tez y los dientes de perlas del conde de
Montecristo.
Es verdad que tampoco fué el envia-
do del prefocto de policía el que entró
en casa de Wilmore, sino M. de Vi.
llefort en persona,