El procurador del rey quedó un poco
más tranquilo con esta. doble visita, que
nada le había revelado de seguro, pero
que, sin embargo, le hizo dormir con
algún sosiego después de la comida de
¡Autouil.
TX.—Un baile.
Estaba el verano en todo su rigor
cuando llegó el sábado designado para
el baile de M. de Morcef.
Eran las diez de la noche ; los cor-
pulentos árboles del jardín de la casa
del conde se destacaban con vigor sa-
bre un cielo en que se deslizaban, des-
cubriendo una inmensa sábana de azn!l
sembrada de estrellas de oro, los últi-
mos vapores de una tempestad que ha-
bía rugido amenazadora durante todo
el día.
En los salones del piso bajo se ofa
una música estrepitosa ; sucedíanse los
valses. y los galops, mientras numero-
sas y deslumbradoras ráfagas de luz
penetraban en el jardín al través de las
persianas,
El jardín estaba entregado en este
moraento a una docema de criados, a
quienes la dueña de la casa, tranquili-
zada por el tiempo, que se serenaba
más cada vez, habla dado la orden de
disponer la mesa para la cena.
Hasta entonces se vacilaba entre ce-
nar en el comedor o debajo de una lar-
ga tienda de cutf, que se había cons-
truldo en una verdadera alameda, Aquel
hermoso cielo sembrado de estrellas
acababa de decidir el pleito en fawor
de la tienda y de la alameda,
Se hablan iluminado las calles del
jardín con faroles de colores, como se
acostumbraba en Italia, y estaban car-
gando de bujías y de flores la mesa, Co-
mo se hace en todos los países donde
se comprende un poco este lujo de me-
sa, el más caro de todos, cuando se le
quiere completo.
En el momento en que la condesa de
Morcef entraba en los salones, después
de haber dado sus últimas órdenes, em-
pezaban éstos a llenarse de convidados,
alraidos más por la encantadora hos-
pitalidad de la condesa de Morcef, que
por la posición distinguida del conde;
porque todos estaban seguros de ante-
ALEJANDRO DUMAS
mano de que aquella fiesta ofrecería al-
gunos detalles dignos de ser contados.
Madama Danglars, a quien los acon-
tecimientos de que hemos hecho men-
ción habian inspirado profundas inquie-
tudes, vacilaba en ir a casa de mada-
ma de Mercef, cuando se encontró por
la mañana su carruaje con el de M. de
Villefort.
Villefort le hizo una seña; los ca-
rruajes se habian acercado, y al través
de las portezuelas entablaron el si-
guiente diálogo :
—¿Vais a casa de madama Morcef,
no es verdad? — preguntó el procura-
dor del rey.
—No — respondió madama Dan-
glars—, estoy muy conmovida,
—Hacéis mal — repuso Villefort con
una mirada significativa—, serta 1m-
portante que os viesen allí,
—¡ Ah! ¿Lo creéis asi? — preguntó
la baronesa.
—Sl.
—En ese caso iré.
Y los carruajes volvieron a proseguir
sus diferentes caminos. Madama Dan-
glars fué al baile, no solamente hermo-
sa, sino deslumbrante de tanto lujo;
entraba por una puerta al mismo tiempo
que Mercedes por otra.
La condesa envió a Alberto para que
saliese al encuentro de madama Dan-
glars; Alberto se adelantó, saludó a la
baronesa, le dijo algunas frases de cum-
plimiento acerca de su tocado, y le dió
el brazó para conducirla adonde mejor
quisiese.
Alberto miró a su alrededor.
—¿Buscáis a mi hija? — dijo la ba-
ronesa sonriendo.
—Lo confieso—dijo Alberto—, ¿Ha-
bréis hecho la crueldad de no traér-
nosla ?
a] ha encontrado a
mademoiselle de Villefort y se han asi-
do del brazo; mirad, miradlas detrás
de nosotros, vestidas las dos de blanco,
la una con un ramillete de camelias y
la otra con uno de jazmines ; pero de-
cidme...
—¿Qué buscáls vos? — preguntó Al-
berto sonriendo,
—¿No vendrá esta noche el conde
de Montecristo?
— Diez y siete !—respondió Alberto,