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rentes que me han sido dados por el
abate Busoni y por lord Wilmore, por
aquel amigo y por este enemigo, una
sola cosa resulta a mis ojos, clara, pre-
cisa, patente ; y es que en ningún tiem-
po, en ningún caso, en ninguna circuns-
tancia, ha podido haber el menor punto
de contacto entre él y yo.
Pero Villefort decía estas palabras
sin creer 6l mismo lo que decía. Lo más
terrible para él no era la revelación,
porque podía negarse a responder; se
inquietaba poco de aquel Mane, Thecel,
Phares, que aparecía de repente en le-
tras de sangre en la pared ; lo que le
inquietaba era conocer el cuerpo a que
pertenecía la mano que lo había tra-
zado.
En el momento en que procuraba
tranquilizarse, y en que, en lugar de
aquel porvenir político que había vis-
to algunas veces en sus sueños de am-
bición, se proponía un porvenir limita-
do al hogar doméstico, un ruido de ca-
rruaje resonó en el patio; después oyó
en la escalera los pasos de una persona
de edad, y después gemidos y ayes que
tan bien saben fingir los criados cuan-
do quieren aparentar que participan del
dolor de sus amos.
Se apresuró a descorrer el cerrojo de
su gabinete, y a poco rato, sin anun-
clarse, una señora anciana entró en el
gabinete con su chal sobre el brazo y
su sombrero en la mano. Sus cabellos
canos descubrían una frente mate co-
mo el marfil amarillento; y sus ojos,
cuyos ángulos había surcado de arrugas
la edad, desaparecían casi bajo las lá-
grimas.
—¡ Oh !
Caballero — dijo— . ¡ Ah!
“Qué bt . CR
¡Qué desgracia! Yo moriré
ARA AO AAA A
¡Oh! Sí. ¡ Estoy segura de que moriré !
Y cayendo sobre el sillón más próxi-
mo a la puerta, comenzó de nuevo a
llorar.
Los criados, en pie en el umbral, y
no atreviéndose a ir más lejos, miraban
al antiguo criado de Noirtier, que ha-
biendo oído aleún ruido en la habita.
AO
también
ción de su señor, se mantenía detrás de
los demás,
Villefort se levantó, y corrió hacia
su suesra, pues era ella.
—¡ Oh! Dios mío, señora —- pregun-
, : det ) 4
tó-=, ¿Qué ha pasado? ¿Por qué es-
ALEJANDRO DUMAS
táis tan desazonada? ¿Y por qué no os
acompaña M. de Saint-Meran ?
—M. de Saint-Meran ha muerto —
dijo la vieja marquesa sin preámbulos
y con una especie de estupor.
Villefort dió un paso atrás y dando
una palmada :
—;¡ Muerto! — murmuró—, ¡ Muer-
to... así... súbitamente !
—Hace ocho días — continuó mada-
ma de Saint-Meran — subimos juntos
al carruaje después de comer. M. de
Saint-Meran sufría mucho hacía algu-
nos días ; sin embargo, la idea de ver
a mi querida Valentina le animaba, y,
a pesar de sus dolores, quiso partir. A
seis leguas de Marsella se apoderó de él,
después de haber tomado sus pastillas
habituales, un sueño tan profundo que
no me pareció natural; sin embargo,
yo no quería despertarle, cuando me
pareció que su rostro se amorataba, que
las venas de sus sienes latían con más
violencia que de costumbre. Como la
noche se había acercado, yo no vela
casi nada, y le dejé dormir; a poco
tiempo arrojó un grito sordo y desga-
rrador como el de un hombre que sufre
en sueños, y dejó caer bruscamente su
cabeza hacia atrás. Llamé al camarero,
hico parar el postillón, llamé a M. de
Saint-Meran, le hice respirar mi fras-
co de esencias ; todo se había acabado ;
estaba muerto, y al lado de su cadáver
llegué a Alix.
Villefort quedó estupefacto.
—Y llamasteis a un médico, sin duda.
—Inmediatamente ; pero, como he di-
cho, era demasiado tarde.
—Sin duda; ¿pero al menos podía
conocer de qué enfermedad había muer-
to?
— Oh! Sí, señor, me lo dijo ; según
parece, fué una apoplejía fulminante.
—¿ Y qué hicisteis entonces?
-—M. de Saint-Meran había dicho
siempre que si moría lejos de París,
deseaba que su cuerpo fuese conducido
al panteón de la familia. Yo hice po-
nerle en un ataúd de plomo, y le pre-
cedo sólo algunos días.
—¡ Oh! Dios mío, ; pobre madre !—
dijo Villefort—. ¡ Semejantes cuidados
después de tal golpe... y a vuestra edad l
-— Dios me dió fuerzas hasta el fin;
por otra parte, él hubiera hecho por mí