Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
lo que yo hago por él. Es verdad que 
desde que le dejé que creo que estoy 
loca. No puedo llorar, ¿dónde está Va- 
lentina, caballero? Por ella es por quien 
venimos. Quiero verla. 
Villefort pensó que sería espantoso 
responder que en un baile; dijo sola- 
mente a la marquesa que su nieta ha- 
bia salido con su madrastra, y que la 
iban a avisar ya. 
—Al instante, caballero, al instante ;” 
os lo suplico — dijo la señora anciana. 
Villefort tomó el brazo a madama de 
Saint-Meran y la condujo a una babi- 
tación. 
—Descansad — dijo—, madre mía. 
La marquesa levantó la cabeza a esta 
palabra, y al ver a aquel hombre que 
la recordaba la hija tan llorada que re- 
vivía para ella en Valentina, se sintió 
conmovida al oír aquel nombre de ma- 
dre, comenzó a llorar de nuevo y cayó 
de rodillas en un sillón, donde sepultó 
su venerable cabeza. 
Villefort le recomendó a los cuidados 
de las doncellas, mientras el viejo Ba- 
rrois subía asustado al cuarto de su amo, 
porque nada intimida tanto a los an- 
cianos como la muerte, que se separa 
un instante de su lado para herir a otro 
anciano. 
Mientras que madama de Saint-Mo- 
ran, arrodillada siempre, oraba en el 
fondo de su corazón, Villeforb envió a 
buscar un coche de alquiler, y fué él 
mismo a casa de madama de Morcef 
a recoger a su mujer y a su bija para 
traerlas a casa. 
Estaba tan pálido cuando se presentó 
en la puerta del salón, que Valentina 
corrió hacia él exclamando : 
—;¡ Oh ! Padre mío, ¿ha sucedido al- 
guna desgracia ? 
—Vuestra abuela acaba de llegar, 
Valentina — dijo Villefort. 
—¿ Y mi abuelo? — preguntó la joven. 
temblando. 
M. de Villefort no respondió sino 
ofreciendo el brazo a su hija. 
A tiempo fué ; Valentina, sobrecogi- 
da de un vértigo, vaciló y estuvo a pi- 
que de caerse; madama de Villefort se 
apresuró a sostenerla, y ayudó a su ma- 
rido a conducirla 4 su carruaje, di- 
ciendo : 
—; Qué extraño es eso! ¿Quién lo 
MONTECRISTO 53 
hubiera sospechado? ¡Oh! Si, si, es 
muy extraño. 
Y toda esta familia desolada desapa- 
reció así, comunicando la tristeza como 
un velo negro al resto de los convida- 
dos. 
Al pie de la escalera, Valentina en- 
contró a Barrois esperándola. . 
—M. de Noirtier desea veros esta 
noche — dijo en voz baja. 
—Decidle que iré en cuanto salga del 
cuarto de mi abuela — dijo Valentina, 
Con la delicadeza de su alma la joven 
había comprendido que quien tenía ne- 
cesidad de ella entonces era madama de 
Saint-Meran. 
Encontró a su abuela en la cama; 
muchas caricias, gemidos, suspiros aho- 
gados, lágrimas ardientes, tales fueron 
los detalles que se pueden contar de 
esta entrevista, a la que asistía del bra- 
zo de su marido madama de Villefort, 
llena de respeto, en la apariencia, ha- 
cia la pobre viuda. 
Al cabo de un instante se inclinó ha- 
cia su marido, y le dijo al oído : 
—Con vuestro permiso, más vale que 
me retire, pues mi presencia parece aíli- 
gir aún más a vuestra suegra. 
Madama de Saint-Meran la oyó. 
-—8í, sí — dijo a Valentina también 
al oído—, que se vaya; pero quédate 
tú; sí, quédate. 
Madama de Villefort salió, y Valen- 
tina se quedó sola junto a la cama de 
su abuela, porque el procurador del rey, 
consternado por aquella muerte impre- 
vista, siguió a su mujer. 
Entretanto Barrois había subido la 
primera vez al cuarto de Noirtier ; éste 
había oído todo el ruido que había en 
la casa, y envió a su criado a que se in- 
formase. 
A su vez, aquellos ojos tan vivos y 
sobre todo tan inteligentes, interroga- 
ron al mensajero. 
—¡ Ah | Señor — dijo Barrois-—, aca- 
ba de suceder una gran desgracia. Ma- 
dama de Saint-Meran ha llegado y su 
marido ha muerto. 
M. de Saint-Meran y Noirtier no ha- 
bían estado nunca unidos por los lazos 
de una gran amistad ; no obstante, ya 
se sabe el efecto que produce siempre 
en un anciano el anuncio de la muerta 
de otro. 
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