EL CONDE DE
lo que yo hago por él. Es verdad que
desde que le dejé que creo que estoy
loca. No puedo llorar, ¿dónde está Va-
lentina, caballero? Por ella es por quien
venimos. Quiero verla.
Villefort pensó que sería espantoso
responder que en un baile; dijo sola-
mente a la marquesa que su nieta ha-
bia salido con su madrastra, y que la
iban a avisar ya.
—Al instante, caballero, al instante ;”
os lo suplico — dijo la señora anciana.
Villefort tomó el brazo a madama de
Saint-Meran y la condujo a una babi-
tación.
—Descansad — dijo—, madre mía.
La marquesa levantó la cabeza a esta
palabra, y al ver a aquel hombre que
la recordaba la hija tan llorada que re-
vivía para ella en Valentina, se sintió
conmovida al oír aquel nombre de ma-
dre, comenzó a llorar de nuevo y cayó
de rodillas en un sillón, donde sepultó
su venerable cabeza.
Villefort le recomendó a los cuidados
de las doncellas, mientras el viejo Ba-
rrois subía asustado al cuarto de su amo,
porque nada intimida tanto a los an-
cianos como la muerte, que se separa
un instante de su lado para herir a otro
anciano.
Mientras que madama de Saint-Mo-
ran, arrodillada siempre, oraba en el
fondo de su corazón, Villeforb envió a
buscar un coche de alquiler, y fué él
mismo a casa de madama de Morcef
a recoger a su mujer y a su bija para
traerlas a casa.
Estaba tan pálido cuando se presentó
en la puerta del salón, que Valentina
corrió hacia él exclamando :
—;¡ Oh ! Padre mío, ¿ha sucedido al-
guna desgracia ?
—Vuestra abuela acaba de llegar,
Valentina — dijo Villefort.
—¿ Y mi abuelo? — preguntó la joven.
temblando.
M. de Villefort no respondió sino
ofreciendo el brazo a su hija.
A tiempo fué ; Valentina, sobrecogi-
da de un vértigo, vaciló y estuvo a pi-
que de caerse; madama de Villefort se
apresuró a sostenerla, y ayudó a su ma-
rido a conducirla 4 su carruaje, di-
ciendo :
—; Qué extraño es eso! ¿Quién lo
MONTECRISTO 53
hubiera sospechado? ¡Oh! Si, si, es
muy extraño.
Y toda esta familia desolada desapa-
reció así, comunicando la tristeza como
un velo negro al resto de los convida-
dos.
Al pie de la escalera, Valentina en-
contró a Barrois esperándola. .
—M. de Noirtier desea veros esta
noche — dijo en voz baja.
—Decidle que iré en cuanto salga del
cuarto de mi abuela — dijo Valentina,
Con la delicadeza de su alma la joven
había comprendido que quien tenía ne-
cesidad de ella entonces era madama de
Saint-Meran.
Encontró a su abuela en la cama;
muchas caricias, gemidos, suspiros aho-
gados, lágrimas ardientes, tales fueron
los detalles que se pueden contar de
esta entrevista, a la que asistía del bra-
zo de su marido madama de Villefort,
llena de respeto, en la apariencia, ha-
cia la pobre viuda.
Al cabo de un instante se inclinó ha-
cia su marido, y le dijo al oído :
—Con vuestro permiso, más vale que
me retire, pues mi presencia parece aíli-
gir aún más a vuestra suegra.
Madama de Saint-Meran la oyó.
-—8í, sí — dijo a Valentina también
al oído—, que se vaya; pero quédate
tú; sí, quédate.
Madama de Villefort salió, y Valen-
tina se quedó sola junto a la cama de
su abuela, porque el procurador del rey,
consternado por aquella muerte impre-
vista, siguió a su mujer.
Entretanto Barrois había subido la
primera vez al cuarto de Noirtier ; éste
había oído todo el ruido que había en
la casa, y envió a su criado a que se in-
formase.
A su vez, aquellos ojos tan vivos y
sobre todo tan inteligentes, interroga-
ron al mensajero.
—¡ Ah | Señor — dijo Barrois-—, aca-
ba de suceder una gran desgracia. Ma-
dama de Saint-Meran ha llegado y su
marido ha muerto.
M. de Saint-Meran y Noirtier no ha-
bían estado nunca unidos por los lazos
de una gran amistad ; no obstante, ya
se sabe el efecto que produce siempre
en un anciano el anuncio de la muerta
de otro.
pea