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Noirtier dejó caer la cabeza sobre el
pecho como un hombre abatido o que
piensa, y después cerró un solo ojo.
—¿La señorita Valentina? — dijo
Barrois.
Noirtier hizo señas de que si.
—Está en el baile, el señor lo sabe
hien, puesto que vino a despedirse de
vos con magnifico traje.
Noirtier cerró de nuevo el ojo iz-
quierdo.
—$1; ¿queréis verla?
El anciano hizo ver que esto era lo
que deseaba.
—¡ Pues bien! Voy a buscarla, esta-
rá aún en casa de M. Morcef; la es-
peraré hasta que salga, y le diré que
queréis hablarle, ¿no es esto?
—Si — respondió el paralítico.
Barrois esperó que volviese Valenti-
ra, y como hemos visto, le dijo los de-
ecos de su abuelo.
En su virtud, Valentina subió al
cuarto de Noirtier cuando salió de la
babitación de madama de Saint-Meran,
que, aun muy agitada, había acabado
por sucumbir a la fatiga y dormir con
ua sueño febril.
Hablan acercado al alcance de su
brazo una mesita, sobre la que había
un jarro de naranjada y un vaso.
Como hemos dicho, la joven subió al
cuarto de M. de Noirtier cuando se se-
paró do la cama de la marquesa.
Valentina abrazó al anciano, que la
miró con tanta ternura que la joven
sintió de nuevo anegarse sus ojos en lá-
£ rimas.
El anciano insistió con su mirada.
—$1, sí — dijo Valentina—, tú quie-
res decir que siempre tengo un buen
abuelo, ¿no es verdad ?
El anciano respondió que esto era jus-
tamente lo que quería decir.
-—¡ Ay! — repuso Valentina—, a no
ser así, ¿qué sería de mí?
Era la una de la mañana. Barrois,
que tenía ganas de acostarse, hizo ob-
servar que después de una noche tan
dolorosa, todo el mundo tenía necesi-
dad de reposo. El anciano tuvo necesi-
dad de decir que el reposo suyo era ver
a su nieta. Despidió a Valentina, a
quien, efectivamente, el dolor y la fa-
tiga daban un aire que indicaba sufri-
miento.
ALEJANDRO DUMAS
Al día siguiente, al entrar a ver a su
abuela, encontró a ésta en la cama;
la fiebre no se había calmado, al con-
contrario, un fuego sombrío brillaba en
los ojos de la vieja marquesa y parecia
poseída de una violenta irritación ner-
vlosa.
—¡Oh! ¡Dios mío! Buena mamá,
¿sufrís más? — exclamó Valentina
advirtiendo todos los sintomas de agi-
tación.
—-No, hija mía, no — dijo madama
de Saint-Meran—; pero esperaba con
impaciencia que hubieses llegado para
mandar llamar a tu padre.
—¿A mi padre? — preguntó Valen-
tina.
—S$1, quiero hablarle.
Valentina no se atrevió a oponerse
al deseo de su abuela, cuya causa igno-
raba, y un instante después entró Vi-
llefort.
—Caballero — dijo madama de Saint-
Meran sin circunloquios y como si te-
miese que le había de faltar tiempo—;
¿se trata, me habéis dicho, de casar a
mi nieta ?
——B1, señora—respondió Villefort—,
es aún más que un proyecto, es una
cosa formal.
-—¿ Vuestro yerno se llama M. Franz
de Epiney?
—£l, señora.
—¿Es hijo del general Epiney, que
era de los nuestros, y que fué asesinado
algunos días antes de que el usurpador
volviese de la isla de Elba?
—LEse mismo.
—¿No le ropugna esa alianza con la
nieta de un jacobino?
—Nnestras disensiones civiles se han
apagado felizmente, madre mía — dijo
Villefort— ; M. de Epiney era muy ni-
ño cuando murió su padre, conoce muy
poco a M. de Noirtier, y le verá, si no
con placer, con indiferencia al menos.
—¿Es un buen partido ?
-—Bajo todos conceptos.
—¿El joven... ?
— Goza de consideración general,
—¿ Es decoroso ?
—Es uno de los hombres más distin-
guidos que conozco.
Durante esta conversación, Valentina
había permanecido callada.
—¡ Y bien, caballero! — dijo des-