Full text: Tomo 2 (2)

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Noirtier dejó caer la cabeza sobre el 
pecho como un hombre abatido o que 
piensa, y después cerró un solo ojo. 
—¿La señorita Valentina? — dijo 
Barrois. 
Noirtier hizo señas de que si. 
—Está en el baile, el señor lo sabe 
hien, puesto que vino a despedirse de 
vos con magnifico traje. 
Noirtier cerró de nuevo el ojo iz- 
quierdo. 
—$1; ¿queréis verla? 
El anciano hizo ver que esto era lo 
que deseaba. 
—¡ Pues bien! Voy a buscarla, esta- 
rá aún en casa de M. Morcef; la es- 
peraré hasta que salga, y le diré que 
queréis hablarle, ¿no es esto? 
—Si — respondió el paralítico. 
Barrois esperó que volviese Valenti- 
ra, y como hemos visto, le dijo los de- 
ecos de su abuelo. 
En su virtud, Valentina subió al 
cuarto de Noirtier cuando salió de la 
babitación de madama de Saint-Meran, 
que, aun muy agitada, había acabado 
por sucumbir a la fatiga y dormir con 
ua sueño febril. 
Hablan acercado al alcance de su 
brazo una mesita, sobre la que había 
un jarro de naranjada y un vaso. 
Como hemos dicho, la joven subió al 
cuarto de M. de Noirtier cuando se se- 
paró do la cama de la marquesa. 
Valentina abrazó al anciano, que la 
miró con tanta ternura que la joven 
sintió de nuevo anegarse sus ojos en lá- 
£ rimas. 
El anciano insistió con su mirada. 
—$1, sí — dijo Valentina—, tú quie- 
res decir que siempre tengo un buen 
abuelo, ¿no es verdad ? 
El anciano respondió que esto era jus- 
tamente lo que quería decir. 
-—¡ Ay! — repuso Valentina—, a no 
ser así, ¿qué sería de mí? 
Era la una de la mañana. Barrois, 
que tenía ganas de acostarse, hizo ob- 
servar que después de una noche tan 
dolorosa, todo el mundo tenía necesi- 
dad de reposo. El anciano tuvo necesi- 
dad de decir que el reposo suyo era ver 
a su nieta. Despidió a Valentina, a 
quien, efectivamente, el dolor y la fa- 
tiga daban un aire que indicaba sufri- 
miento. 
ALEJANDRO DUMAS 
Al día siguiente, al entrar a ver a su 
abuela, encontró a ésta en la cama; 
la fiebre no se había calmado, al con- 
contrario, un fuego sombrío brillaba en 
los ojos de la vieja marquesa y parecia 
poseída de una violenta irritación ner- 
vlosa. 
—¡Oh! ¡Dios mío! Buena mamá, 
¿sufrís más? — exclamó Valentina 
advirtiendo todos los sintomas de agi- 
tación. 
—-No, hija mía, no — dijo madama 
de Saint-Meran—; pero esperaba con 
impaciencia que hubieses llegado para 
mandar llamar a tu padre. 
—¿A mi padre? — preguntó Valen- 
tina. 
—S$1, quiero hablarle. 
Valentina no se atrevió a oponerse 
al deseo de su abuela, cuya causa igno- 
raba, y un instante después entró Vi- 
llefort. 
—Caballero — dijo madama de Saint- 
Meran sin circunloquios y como si te- 
miese que le había de faltar tiempo—; 
¿se trata, me habéis dicho, de casar a 
mi nieta ? 
——B1, señora—respondió Villefort—, 
es aún más que un proyecto, es una 
cosa formal. 
-—¿ Vuestro yerno se llama M. Franz 
de Epiney? 
—£l, señora. 
—¿Es hijo del general Epiney, que 
era de los nuestros, y que fué asesinado 
algunos días antes de que el usurpador 
volviese de la isla de Elba? 
—LEse mismo. 
—¿No le ropugna esa alianza con la 
nieta de un jacobino? 
—Nnestras disensiones civiles se han 
apagado felizmente, madre mía — dijo 
Villefort— ; M. de Epiney era muy ni- 
ño cuando murió su padre, conoce muy 
poco a M. de Noirtier, y le verá, si no 
con placer, con indiferencia al menos. 
—¿Es un buen partido ? 
-—Bajo todos conceptos. 
—¿El joven... ? 
— Goza de consideración general, 
—¿ Es decoroso ? 
—Es uno de los hombres más distin- 
guidos que conozco. 
Durante esta conversación, Valentina 
había permanecido callada. 
—¡ Y bien, caballero! — dijo des-
	        
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