Full text: Tomo 2 (2)

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—¡ Oh! ¡Madre mía! — murmuró 
¡Valentina apoyando sus labios sobre 
la abrasada frente de la abuela—. ¿Que- 
réis que muera? ¡ Dios mio, vos tendis 
calentura ! ¡ No es un notario lo que se 
debe llamar, es un médico! 
—¡ Un médico ! — dijo la abuela en- 
cogiéndose de hombros—. No sufro, 
tengo sed. 
—¿ Qué bebéis, buena mamá? 
Ó Ú $ 
—Como siempre, ya sabéis, mi na- 
ranjada. Mi vaso está abí sobre la me- 
sa; dádmelo, Valentina. 
Esta llenó de naranjada de la jarra 
un vaso, y lo tomó con cierto espanto, 
porque era el mismo que suponía ella 
gue había tocado la sombra. 
La marquesa so la bebió. 
En seguida se volvió sobre su almo- 
hada, exclamando : 
—;¡ Un notario! ¡Un notario! 
M. de Villefort salió. Valentina se 
sentó al lado de la cama. La pobre jo- 
ven parecía tener necesidad de aquel 
médico que había recomendado a su 
abuela. Un vivo carmín, semejante e 
ana llama, abrasaba sus mejillas; su 
respiración era corta y fatigosa, y el 
pulso le latía como si tuviese fiebre, 
Pensaba la joven en la desesperación 
de Maximiliano cuando supiese que ma- 
dama de Saint-Meran, en lugar de ser 
una aliada, obraba, sin saberlo, como 
si hubiese sido una enemiga. 
Más de una vez Valentina había pen- 
sado decirlo todo a su abuela, y no hu- 
biera vacilado un instante si Morrel se 
hubiera llamado Alberto de Morcef o 
Raúl de Chateau Renaud ; pero Morrel 
era de origen plebeyo, y Valentina sa- 
bía cuán grande era el desprecio de ma- 
dama de Saint-Meran a todos los que 
no pertenecían a su nobleza. Siempre 
que iba a revelar su secreto, se le vol- 
vía al corazón por la triste certeza de 
que iba a descubrirse inútilmente, y 
entonces todo se habría perdido. 
Dos horas se pasaron así; madama 
de Saint-Meran dormía con un sueño 
ardiente y agitado. 
En este momento anunciaron al no- 
tario. 
Aunque este anuncio hubiese sido he- 
cho en voz muy baja, madama de Saint. 
Meran se incorporó en la cama, 
ALEJANDRO DUMAS 
—¡ El notario! — dijo—. ¡ Que ven- 
ga! ¡Que venga ! 
El notario estaba en la puerta y en- 
tró. 
—Vete, Valentina — dijo madama 
de Saint-Meran—, y déjame con el se- 
ñor. 
—Pero, madre mía. .. 
—Anda, anda. sl 
La joven besó a su abuela en la fren- 
te y salió con el pañuelo sobre los ojos. 
En la puerta se encontró al criado, 
que le dijo que el médico esperaba en 
el salón. 
Valentina bajó rápidamente. El mé- 
dico era un amigo de la familia, y al 
mismo tiempo uno de los hombres más 
hábiles de la época; amaba mucho a 
Valentina, a quien casi había visto na- 
cer. Tenía una hija de la edad de ma- 
demoiselle de Villefort; pero su madre 
estaba enferma del pecho y se temía 
continuamente por la vida de su hija. 
—¡ Oh ! — dijo Valentina—. Querido 
señor de Avrigny, os esperábamos con: 
impaciencia. Pero antes de todo, ¿có- 
mo siguen Magdalena y Luisa? 
Magdalena era la hija de M. de Avri. 
gny ; Luisa su sobrina. 
M. de Avrigny se sonrió tristemente. 
—Luisa muy bien — dijo—. Magda- 
lena, la pobre, bastante bien. ¿Pero 
me habéis mandado llamar, según creo? 
— dijo—. ¿No será vuestro padre, ni 
será madama de Villefort, supongo? En 
cuanto a vos, no podemos quitaros el 
mal -de nervios; pero os recomiendo 
muy particularmente que no entreguéis 
con demasía vuestra imaginación a los 
placeres del campo. 
Valentina se puso encarnada como la 
grana. M. de Avrigny llevaba la ciencia 
de adivinar casi hasta hacer milagros, 
porque era uno de esos médicos que 
tratan lo físico por lo moral. l 
—No — dijo—, es para mi abuela. 
¿Sin duda sabréis la desgracia que ha 
sucedido ? 
—No sé nada — respondió M. de 
Ayrigny. 
—¡ Ay! — dijo Valentina contenien- 
do sus lágrimas—. Mi abuelo bs 
muerto. 
—¿ M. de Saint-Meran ? 
—£Bl, 
—-¿ De repente A
	        
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