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—¡ Oh! ¡Madre mía! — murmuró
¡Valentina apoyando sus labios sobre
la abrasada frente de la abuela—. ¿Que-
réis que muera? ¡ Dios mio, vos tendis
calentura ! ¡ No es un notario lo que se
debe llamar, es un médico!
—¡ Un médico ! — dijo la abuela en-
cogiéndose de hombros—. No sufro,
tengo sed.
—¿ Qué bebéis, buena mamá?
Ó Ú $
—Como siempre, ya sabéis, mi na-
ranjada. Mi vaso está abí sobre la me-
sa; dádmelo, Valentina.
Esta llenó de naranjada de la jarra
un vaso, y lo tomó con cierto espanto,
porque era el mismo que suponía ella
gue había tocado la sombra.
La marquesa so la bebió.
En seguida se volvió sobre su almo-
hada, exclamando :
—;¡ Un notario! ¡Un notario!
M. de Villefort salió. Valentina se
sentó al lado de la cama. La pobre jo-
ven parecía tener necesidad de aquel
médico que había recomendado a su
abuela. Un vivo carmín, semejante e
ana llama, abrasaba sus mejillas; su
respiración era corta y fatigosa, y el
pulso le latía como si tuviese fiebre,
Pensaba la joven en la desesperación
de Maximiliano cuando supiese que ma-
dama de Saint-Meran, en lugar de ser
una aliada, obraba, sin saberlo, como
si hubiese sido una enemiga.
Más de una vez Valentina había pen-
sado decirlo todo a su abuela, y no hu-
biera vacilado un instante si Morrel se
hubiera llamado Alberto de Morcef o
Raúl de Chateau Renaud ; pero Morrel
era de origen plebeyo, y Valentina sa-
bía cuán grande era el desprecio de ma-
dama de Saint-Meran a todos los que
no pertenecían a su nobleza. Siempre
que iba a revelar su secreto, se le vol-
vía al corazón por la triste certeza de
que iba a descubrirse inútilmente, y
entonces todo se habría perdido.
Dos horas se pasaron así; madama
de Saint-Meran dormía con un sueño
ardiente y agitado.
En este momento anunciaron al no-
tario.
Aunque este anuncio hubiese sido he-
cho en voz muy baja, madama de Saint.
Meran se incorporó en la cama,
ALEJANDRO DUMAS
—¡ El notario! — dijo—. ¡ Que ven-
ga! ¡Que venga !
El notario estaba en la puerta y en-
tró.
—Vete, Valentina — dijo madama
de Saint-Meran—, y déjame con el se-
ñor.
—Pero, madre mía. ..
—Anda, anda. sl
La joven besó a su abuela en la fren-
te y salió con el pañuelo sobre los ojos.
En la puerta se encontró al criado,
que le dijo que el médico esperaba en
el salón.
Valentina bajó rápidamente. El mé-
dico era un amigo de la familia, y al
mismo tiempo uno de los hombres más
hábiles de la época; amaba mucho a
Valentina, a quien casi había visto na-
cer. Tenía una hija de la edad de ma-
demoiselle de Villefort; pero su madre
estaba enferma del pecho y se temía
continuamente por la vida de su hija.
—¡ Oh ! — dijo Valentina—. Querido
señor de Avrigny, os esperábamos con:
impaciencia. Pero antes de todo, ¿có-
mo siguen Magdalena y Luisa?
Magdalena era la hija de M. de Avri.
gny ; Luisa su sobrina.
M. de Avrigny se sonrió tristemente.
—Luisa muy bien — dijo—. Magda-
lena, la pobre, bastante bien. ¿Pero
me habéis mandado llamar, según creo?
— dijo—. ¿No será vuestro padre, ni
será madama de Villefort, supongo? En
cuanto a vos, no podemos quitaros el
mal -de nervios; pero os recomiendo
muy particularmente que no entreguéis
con demasía vuestra imaginación a los
placeres del campo.
Valentina se puso encarnada como la
grana. M. de Avrigny llevaba la ciencia
de adivinar casi hasta hacer milagros,
porque era uno de esos médicos que
tratan lo físico por lo moral. l
—No — dijo—, es para mi abuela.
¿Sin duda sabréis la desgracia que ha
sucedido ?
—No sé nada — respondió M. de
Ayrigny.
—¡ Ay! — dijo Valentina contenien-
do sus lágrimas—. Mi abuelo bs
muerto.
—¿ M. de Saint-Meran ?
—£Bl,
—-¿ De repente A