1, CONDE DE
a quien todo se ha sacrificado! ¡cuán
digna es del culto de su amante! ¡es
la reina y la mujer, y no se tiene bas-
tante con un alma para darle gracias y
adorarla !...
Morrel pensaba con una agitación in-
explicable en aquel momento en que
Valentina llegara diciendo : «Aquí es-
boy, Maximiliano; ayúdame a subir a
la tapia.»
Todo estaba preparado para la fuga ;
dos escalas habían sido guardadas en la
choza de la huerta; un cabriolé, que
debía conducir Maximiliano, esperaba ;
ni criados, ni luz ; al volver la primera
calle se encenderían las linternas, por-
que podían muy bien caer en las manos
de la policía.
De cuando en cuando se estremecía ;
pensaba en el momento en que, al lado
de aquella tapia, ayudaría a bajar a
Valentina, y sentiría, temblorosa y
abandonada en sus brazos, a aquella de
quien aun no había estrechado más que
UNA MAnOo.
Pero cuando llegó la tarde; cuando
vió acercarse la hora, sintió una gran
necesidad de estar solo, su sangre le
hervía en las venas; las simples pre-
guntas, la sola voz de un amigo, le ha-
bía irritado; se encerró en su cuarto,
procurando leer ; pero su mirada se des-
lizaba sobre las páginas sin compren-
der nada, y acabó por tirar el libro con-
tra el suelo, para dibujar por segunda
vez su plano, sus escalas y su huerta.
Al fin se acercó la hora.
Morrel dijo entonces que ya era hora
de partir, pues eran las siete y media,
y aunque el contrato se firmaba a las
dbueve, era probable que Valentina no
esperaría ; de consiguiente, después de
haber salido a las siete y media, en su
reloj, de la calle de Meslay, entraba en
la huerta cuando daban las ocho en San
Felipe de Roule.
El caballo y el gabriolé fueron ocul-
tados detrás de una cabaña arruinada,
en la que Morrel acostumbraba escon-
derse.
Poco a poco, el día fué declinando,
y los árboles desaparecieron, convirtién-
dose en una tinta sombría y opaca.
Las ocho y media dieron.
Entonces salió de su escondite, y con
MONTE£CRISTO 63
el corazón palpitante fué a mirar por
la verja ; aun no había nadie.
Estuvo esperando una media hora ;
se paseaba de un lado a otro y de cuan-
do en cuando iba a mirar por las rendi-
jas de las tablas.
El jardín se iba obscureciendo más
y más; en vano buscaba en la obscuri-
dad el vestido blanco; en vano procu-
raba oír en medio del silencio el ruido
de los pasos.
La casa, que dejaba ver al través de
los árboles, permanecía obscura, y no
representaba ninguno de los aspectos
que acompañaría a un acontecimiento
tan importante como el de firmar un
contrato de matrimonio.
Consultó su reloj, que señalaba los
tres cuartos para las diez ; pero pronto
conoció su error, cuando el reloj de la
iglesia dió las nueve y media.
Ya era media hora más del término
fijado. Valentina le había dicho que a
las nueve menos cuarto.
Este fué el momento más terrible pa-
ra el corazón del joven, para el cual
cada segundo que pasaba era un nuevo
tormento.
El más leve ruido de las hojas, el me-
nor silbido del viento, le hacían sudar
y estremecerse; entonces, con mano
convulsiva, agarraba la escala y para
no perder tiempo, ponía el pie en el
primer escalón.
En medio de estos temblores, en me-
dio de estas crueles alternativas de te-
mor y de esperanza... dieron las diez
en el reloj de San Felipe de Roule...
—¡Oh! — murmuró Maximiliano
con terror—, es imposible que dure tan.
to firmar el contrato, a menos que haya
habido algún acontecimiento imprevis-
to; ya he calculado el tiempo que du-
ran todas las formalidades ; algo ha pa-
sado.
Y unas veces se pascaba con agita-
ción por delante de la verja, otras iba a
apoyar su frente ardiente sobre el hie-
rro helado. ¿Se habría desmayado Va-
lentina durante o después del contra-
to? ¿o habría sido detenida en su fu-
ga? Estas eran las dos hipótesis que
bullían sin cesar en el cerebro del joven.
La idea en que se fijó fué que en
medio de su fuga le habían faltado las