Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
—¿ Pero qué ha sido de M. de Epi- 
ney? decidme, os lo suplico — replicó 
Morrel. 
—M. Franz vino para firmar el con- 
trato en el momento que mi abuela ex- 
halaba el último suspiro. 
—¡ Ah! — dijo Morrel con un senti- 
miento de alegría egoista, porque pen- 
saba que aquella muerte retardaba in- 
dudablemente el matrimonio de Valen- 
tina. 
—Mas lo que aumenta mi dolor — 
continuó la joven, como sl esta emo- 
ción hubiera debido recibir al momento 
8u castigo—, es que esa pobre abuela, al 
morir, dejó dispuesto que terminasen 
mi boda lo más pronto posible ; ¡ tam- 
bién ella, Dios mío, creyendo proteger- 
me, obraba contra mi! 
—4 Escuchad |! — dijo Morrel, 
Los dos jóvenes callaron. 
Oyóse abrir una puerta, y unos pa- 
Bos resonaron en el corredor dirigién- 
dose a la escalera. 
—Es mi padre que sale de su gabi- 
nete — dijo Valentina. 
—Y que acompaña al doctor — aña- 
dió Morrel. 
—¿Cómo sabéis que es el doctor? — 
preguntó Valentina asombrada. 
—Lo presumo — dijo Morrel. 
Valentina miró al joven. 
Se oyó cerrar la puerta de la calle. 
M. de Villefort cerró con llave el jar- 
dín, y en seguida volvió a subir la es- 
calera. 
Así que hubo llegado a la antesala, 
se detuvo un instante como si vacilase 
en entrar en el cuarto de madama de 
Baint-Meran ; Morrel se escondió de- 
trás de una mampara. Valentina no 
hizo el menor movimiento; hubiérase 
dicho que un dolor supremo le hacía su- 
perior a los temores ordinarios. 
-—M. de Villefort siguió hacia su habi- 
tación. 
—Ahora — dijo Valentina—, no po- 
déis salir ni por la puerta del jardín ni 
por la de la calle. 
Morrel miró a la joven con asombro. 
—Ahora — prosiguió ésta—, no hay 
más que una salida permitida y segura, 
y es la de la habitación de mi abuelo. 
Y se levantó. 
—Venid — dijo. 
—¿Dóndo ?—preguntó Maximiliano. 
MONTECRISTO 59 
—Al cuarto de mi abuelo, 
—¡ Yo al cuarto de M. Noirtier ! 
—Bl. 
— Qué decis, Valentina | 
—Bien sé lo que digo, y hace tiem- 
po que lo he pensado. No tengo más 
amigo que éste en el mundo, y los dos 
necesitamos de él... Venid. 
—Cuidado, Valentina — dijo Morrel 
vacilando—, cuidado, la venda ha caí- 
do de mis ojos. Al venir aquí estaba 
demente, ¿conserváls vuestra completa 
razón, querida amiga? 
—$Sí — dijo Valentina—, y no siento 
más que un escrúpulo, y es el de dejar 
solos los restos de mi pobre abuela, y 
que yo me encargué de guardar. 
—Valentina — dijo Morrel—, la 
muerte es sagrada. 
—$Í — respondió la joven—, por 
otra parte, pronto acabaremos, venid. 
Valentina atravesó y bajó una esca- 
lerita que conducía a la habitación de 
Noirtier. Morrel la seguía de puntillas. 
Cuando llegaron a la meseta en que es- 
taba la puerta, encontraron al antiguo 
eriado. 
-—Barrois — dijo Valentina—, cerrad 
la puerta y que no entre nadie. 
Valentina pasó primero, 
Noirtier, sentado aún en un sillón, 
atento al menor ruido, instruido por su 
criado de todo lo que pasaba, fijaba 
ávidamente miradas en la puerta del 
cuarto; vió a Valentina y sus ojos bri- 
llaron. 
Había en el andar y en la actitud de 
la joven cierta gravedad solemne que 
admiró al anciano. Así, pues, sus ojos 
brillantes interrogaron vivamente a la 
joven. 
—Querido papá — dijo—, escúcha- 
me bien : ya sabes que mi buena mamá 
Saint-Meran ha muerto hace una hora, 
y que ya, excepto tú, no tengo a nadie 
en el mundo. 
Una expresión de infinita ternura 
brilló en los ojos del anciano. 
—¿A ti solo, pues, debo confesar mis 
pesares o mis esperanzas? 
El paralítico respondió que eb. 
Valentina fué a buscar a Maximilia- 
no y le tomó una mano. 
— Entonces — dijo Valentina—, mi- 
rad a este caballero. 
El anciano fiió sus ojos escudriñadores 
E
	        
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