EL CONDE DE
—¿ Pero qué ha sido de M. de Epi-
ney? decidme, os lo suplico — replicó
Morrel.
—M. Franz vino para firmar el con-
trato en el momento que mi abuela ex-
halaba el último suspiro.
—¡ Ah! — dijo Morrel con un senti-
miento de alegría egoista, porque pen-
saba que aquella muerte retardaba in-
dudablemente el matrimonio de Valen-
tina.
—Mas lo que aumenta mi dolor —
continuó la joven, como sl esta emo-
ción hubiera debido recibir al momento
8u castigo—, es que esa pobre abuela, al
morir, dejó dispuesto que terminasen
mi boda lo más pronto posible ; ¡ tam-
bién ella, Dios mío, creyendo proteger-
me, obraba contra mi!
—4 Escuchad |! — dijo Morrel,
Los dos jóvenes callaron.
Oyóse abrir una puerta, y unos pa-
Bos resonaron en el corredor dirigién-
dose a la escalera.
—Es mi padre que sale de su gabi-
nete — dijo Valentina.
—Y que acompaña al doctor — aña-
dió Morrel.
—¿Cómo sabéis que es el doctor? —
preguntó Valentina asombrada.
—Lo presumo — dijo Morrel.
Valentina miró al joven.
Se oyó cerrar la puerta de la calle.
M. de Villefort cerró con llave el jar-
dín, y en seguida volvió a subir la es-
calera.
Así que hubo llegado a la antesala,
se detuvo un instante como si vacilase
en entrar en el cuarto de madama de
Baint-Meran ; Morrel se escondió de-
trás de una mampara. Valentina no
hizo el menor movimiento; hubiérase
dicho que un dolor supremo le hacía su-
perior a los temores ordinarios.
-—M. de Villefort siguió hacia su habi-
tación.
—Ahora — dijo Valentina—, no po-
déis salir ni por la puerta del jardín ni
por la de la calle.
Morrel miró a la joven con asombro.
—Ahora — prosiguió ésta—, no hay
más que una salida permitida y segura,
y es la de la habitación de mi abuelo.
Y se levantó.
—Venid — dijo.
—¿Dóndo ?—preguntó Maximiliano.
MONTECRISTO 59
—Al cuarto de mi abuelo,
—¡ Yo al cuarto de M. Noirtier !
—Bl.
— Qué decis, Valentina |
—Bien sé lo que digo, y hace tiem-
po que lo he pensado. No tengo más
amigo que éste en el mundo, y los dos
necesitamos de él... Venid.
—Cuidado, Valentina — dijo Morrel
vacilando—, cuidado, la venda ha caí-
do de mis ojos. Al venir aquí estaba
demente, ¿conserváls vuestra completa
razón, querida amiga?
—$Sí — dijo Valentina—, y no siento
más que un escrúpulo, y es el de dejar
solos los restos de mi pobre abuela, y
que yo me encargué de guardar.
—Valentina — dijo Morrel—, la
muerte es sagrada.
—$Í — respondió la joven—, por
otra parte, pronto acabaremos, venid.
Valentina atravesó y bajó una esca-
lerita que conducía a la habitación de
Noirtier. Morrel la seguía de puntillas.
Cuando llegaron a la meseta en que es-
taba la puerta, encontraron al antiguo
eriado.
-—Barrois — dijo Valentina—, cerrad
la puerta y que no entre nadie.
Valentina pasó primero,
Noirtier, sentado aún en un sillón,
atento al menor ruido, instruido por su
criado de todo lo que pasaba, fijaba
ávidamente miradas en la puerta del
cuarto; vió a Valentina y sus ojos bri-
llaron.
Había en el andar y en la actitud de
la joven cierta gravedad solemne que
admiró al anciano. Así, pues, sus ojos
brillantes interrogaron vivamente a la
joven.
—Querido papá — dijo—, escúcha-
me bien : ya sabes que mi buena mamá
Saint-Meran ha muerto hace una hora,
y que ya, excepto tú, no tengo a nadie
en el mundo.
Una expresión de infinita ternura
brilló en los ojos del anciano.
—¿A ti solo, pues, debo confesar mis
pesares o mis esperanzas?
El paralítico respondió que eb.
Valentina fué a buscar a Maximilia-
no y le tomó una mano.
— Entonces — dijo Valentina—, mi-
rad a este caballero.
El anciano fiió sus ojos escudriñadores
E