Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
obtuvieron que aquellos dos entierros 
se harían. al mismo tiempo. Un segun- 
do carruaje, adornado con la misma 
pompa mortuoria, fué conducido de- 
lante de la puerta de M. de Villefort, y 
el ataúd fué también transportado del 
carro a la carroza fúnebre. 
Los dos cuerpos debían ser deposita- 
dos en el cementerio del Padre La- 
Chaise, donde desde mucho tiempo an- 
tes M. de Villefort había hecho edificar 
el panteón destinado para toda su fa- 
milia, En él había sido enterrada la 
pobre Renée, con quien su padre y su 
madre iban a reunirse después de diez 
años de separación. 
París, siempre curioso, siempre con- 
movido al ver las pompas funerarias, 
vió pasar con un silencio religioso el 
espléndido cortejo que acompañaba a 
Su última mansión a dos de los nombres 
de aquella antigua aristocracia, los más 
célebres por el espíritu tradicional y 
por la fijeza de sus principios. 
En el mismo carruaje de luto, Beau- 
champ, Debray y Chateau Renaud ha- 
blaban de aquellas muertes casi repen- 
tinas. 
—Yo vi a madama de Saint-Meran el 
año pasado en Marsella — decía Cha- 
teau Renaud—, yo volvía de Argel; 
parecia destinada a vivir cien años, 
gracias a su perfecta salud, a su cabe- 
Za siempre tan sana, y a su prodigiosa 
actividad. ¿Qué edad tenía? 
. —PBetenta años — respondió Alber- 
to—, a lo menos según lo que me han 
Asegurado, Pero no es la edad lo que le 
ha causado la muerte; el pesar de la 
del marqués, según parece, la había 
trastornado completamente; no esta- 
ba en su perfecta razón. 
—Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? 
— preguntó Debray. 
—De una irritación cerebral, según 
Ke dice, o de una apoplejía fulminante. 
¿No viene a ser lo mismo? 
— Psch!... poco más o menos... 
—De apoplejía — dijo Beauchamp—, 
€s difícil de creer. Madama de Saint- 
eran, a quien he visto una vez o dos 
ea mi vida, era alta, delgada, y de una 
Constitución más bien nerviosa que san- 
guínea ; son muy raras las apoplejías 
Producidas por el pesar en un cuerpo de 
MONTECKRISTÓ 73 
una constitución como el de madama . 
de Saint-Meran. 
—JHín todo caso — dijo Alberto—, sea 
cual fuere la. enfermedad que la ha ma- 
tado, hete aquí a M. de Villefort, o 
más bien a Valentina, o a nuestro ami- 
go Franz, poseedores de una pingúe he- 
rencia ; ochenta mil libras de renta, se- 
gún ereo. 
—Herencia que será duplicada a la 
muerte de ese viejo jacobino, M. Noir- 
tler. 
—Vaya un abuelo tenaz — dijo Beau- 
champ—. Tenacem prepositi virum. 
Ha apostado con la muerte, según creo, 
a que enterraría a todos sus herederos. 
Se saldrá con la suya, a fe mía. Lo mis- 
mo que aquel viejo soldado del 93 que 
decía a Napoleón en 1814: «Decaéis 
porque vuestro imperio es lo mismo que 
una espiga joven, fatigada de crecer 
tanto; tomad por tutora la República, 
volvamos con una buena Constitución 
a los campos de batalla, y yo os protue- 
to quinientos mil soldados, otro Maren- 
go y un segundo Austerlitz. Las ideas 
no mueren, señor; se adormecen de 
cuando en cuando ; pero despiertan más 
fuertes que antes.» 
—Parece — dijo Alberto—, que para 
él los hombres son como las ideas ; pero 
una sola cosa me inquieta, y es saber 
cómo se arreglará Franz de Epiney con 
un abuelo que no puede pasar sin su 
mujer; ¿pero dónde está Franz? 
—En el primer carruaje, con M. de 
Villefort, que le considera ya como de 
la familia. 
En todos los que seguían a las carro- 
zas fúnebres, la conversación era poco 
más o menos la misma : admirábanse 
todos de aquellas dos muertes seguidas 
la una a la otra con tanta rapidez ; pero 
nadie sospechaba el terrible secreto que 
la noche anterior había revelado M. de 
Avrigny a M. de Villefort en el jar- 
dín. 
Al cabo de una hora de marcha, Hle- 
garon a la puerta del cementerio; el 
tiempo estaba tranquilo, pero sombrio, 
y, por consiguiente, bastante en armo- 
nía con la fúnebre ceremonia. 
Entre los grupos que se dirigieron al 
panteón de la familia, Chateau Renand 
reconoció a Morrel, que solo y en ca-
	        
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