EL CONDE DE
obtuvieron que aquellos dos entierros
se harían. al mismo tiempo. Un segun-
do carruaje, adornado con la misma
pompa mortuoria, fué conducido de-
lante de la puerta de M. de Villefort, y
el ataúd fué también transportado del
carro a la carroza fúnebre.
Los dos cuerpos debían ser deposita-
dos en el cementerio del Padre La-
Chaise, donde desde mucho tiempo an-
tes M. de Villefort había hecho edificar
el panteón destinado para toda su fa-
milia, En él había sido enterrada la
pobre Renée, con quien su padre y su
madre iban a reunirse después de diez
años de separación.
París, siempre curioso, siempre con-
movido al ver las pompas funerarias,
vió pasar con un silencio religioso el
espléndido cortejo que acompañaba a
Su última mansión a dos de los nombres
de aquella antigua aristocracia, los más
célebres por el espíritu tradicional y
por la fijeza de sus principios.
En el mismo carruaje de luto, Beau-
champ, Debray y Chateau Renaud ha-
blaban de aquellas muertes casi repen-
tinas.
—Yo vi a madama de Saint-Meran el
año pasado en Marsella — decía Cha-
teau Renaud—, yo volvía de Argel;
parecia destinada a vivir cien años,
gracias a su perfecta salud, a su cabe-
Za siempre tan sana, y a su prodigiosa
actividad. ¿Qué edad tenía?
. —PBetenta años — respondió Alber-
to—, a lo menos según lo que me han
Asegurado, Pero no es la edad lo que le
ha causado la muerte; el pesar de la
del marqués, según parece, la había
trastornado completamente; no esta-
ba en su perfecta razón.
—Pero, en fin, ¿de qué ha muerto?
— preguntó Debray.
—De una irritación cerebral, según
Ke dice, o de una apoplejía fulminante.
¿No viene a ser lo mismo?
— Psch!... poco más o menos...
—De apoplejía — dijo Beauchamp—,
€s difícil de creer. Madama de Saint-
eran, a quien he visto una vez o dos
ea mi vida, era alta, delgada, y de una
Constitución más bien nerviosa que san-
guínea ; son muy raras las apoplejías
Producidas por el pesar en un cuerpo de
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una constitución como el de madama .
de Saint-Meran.
—JHín todo caso — dijo Alberto—, sea
cual fuere la. enfermedad que la ha ma-
tado, hete aquí a M. de Villefort, o
más bien a Valentina, o a nuestro ami-
go Franz, poseedores de una pingúe he-
rencia ; ochenta mil libras de renta, se-
gún ereo.
—Herencia que será duplicada a la
muerte de ese viejo jacobino, M. Noir-
tler.
—Vaya un abuelo tenaz — dijo Beau-
champ—. Tenacem prepositi virum.
Ha apostado con la muerte, según creo,
a que enterraría a todos sus herederos.
Se saldrá con la suya, a fe mía. Lo mis-
mo que aquel viejo soldado del 93 que
decía a Napoleón en 1814: «Decaéis
porque vuestro imperio es lo mismo que
una espiga joven, fatigada de crecer
tanto; tomad por tutora la República,
volvamos con una buena Constitución
a los campos de batalla, y yo os protue-
to quinientos mil soldados, otro Maren-
go y un segundo Austerlitz. Las ideas
no mueren, señor; se adormecen de
cuando en cuando ; pero despiertan más
fuertes que antes.»
—Parece — dijo Alberto—, que para
él los hombres son como las ideas ; pero
una sola cosa me inquieta, y es saber
cómo se arreglará Franz de Epiney con
un abuelo que no puede pasar sin su
mujer; ¿pero dónde está Franz?
—En el primer carruaje, con M. de
Villefort, que le considera ya como de
la familia.
En todos los que seguían a las carro-
zas fúnebres, la conversación era poco
más o menos la misma : admirábanse
todos de aquellas dos muertes seguidas
la una a la otra con tanta rapidez ; pero
nadie sospechaba el terrible secreto que
la noche anterior había revelado M. de
Avrigny a M. de Villefort en el jar-
dín.
Al cabo de una hora de marcha, Hle-
garon a la puerta del cementerio; el
tiempo estaba tranquilo, pero sombrio,
y, por consiguiente, bastante en armo-
nía con la fúnebre ceremonia.
Entre los grupos que se dirigieron al
panteón de la familia, Chateau Renand
reconoció a Morrel, que solo y en ca-