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haciendo un violento esfuerzo sobre sí
mismo :
»—Tengo un hijo—dijo—, debo pen-
sar en él al hallarme entre asesinos.
»—General — dijo con nobleza el
jefe de la asamblea—, un hombre solo
tiene derecho de insultar a cincuenta ;
tal es el privilegio de la debilidad. Pe-
ro hacéis mal en usar de ese derecho.
Jreedme, general, jurad y no nos in-
sultéis.
»El general, dominado por aquella
superioridad del jefe de la asamblea,
vaciló un instante ; pero al fin, acelan-
tándose hacia la mesa del presidente :
»—¿ Cuál es la fórmula ? -— preguntó.
»—Esta es: Juro por mi honor ro
revelar nunca, a nadie en el inundo,
lo que he visto y oído el 5 le febrero
de 1815, entre nueve y diez de la noche,
y declaro merecer la muerte si vivio mi
juramento.
»El general pareció sufrir un estre-
mecimiento nervioso que le impidió 1es-
ponder durante algunos segundos ; al
fin, sufriendo con repugnancia trani-
fiesta, pronunció el juramento exigido ;
pero en voz tan baja que nadie le oyó;
así, pues, muchos miembros exigieron
que lo repitiese en voz más alta y más
clara.
»—Ahora deseo retirarme — dijo el
general—. ¿Estoy ya libre?
»El presidente se levantó y señaló
tres miembros de la asamblea para que
le acompañasen, y subió al carruaje con
el general, después de haberle vendado
los ojos. ¿
»En el número de estos tres miem-
bros estaba el cochero que los había
conducido.
» Los otros miembros del club se se-
pararon en silencio,
»—¿ Dónde queréis que os conduzca-
mos? — preguntó el presidente.
»—A cualquier parte, con tal de que
me vea libre de vuestra presencia —
respondió M. de Epiney.
»—Caballero — repuso entonces el
presidente—, 0s advierto que ahora no
estamos en la asamblea, y que estáis
enfrente de hombres solos, no los in-
sultéóis si no queréis tener que darles
una satisfacción del insulto.
»Pero en lugar de comprender este
lenguaje, M. de Epiney respondió :
ALEJANDRO DUMAS
»—Tan valiente sois en vuestro ca-
rruaje como en el club, por la sencilla
razón de que cuatro hombres son más
fuertes que uno solo,
»E¡ presidente mandó que se debu-
viese el carruaje.
»Hx aquel momento estaban junto al
muelle de Ormes, enfrente de la esca-
lera que conduce al río.
»—¿Por qué mandáis detener aquí?
— preguntó el general de Epiney.
»—Porque — dijo el presidente —
habéis insultado a un hombre, y este
hombre no quiere dar un paso más sin
pediros lealmente una reparación.
»—¡ Otro nuevo modo de asesinar |—
dijo el general encogiéndose de hom-
bros.
»—Nada de miedo, caballero — res-
pondió el presidente—, si no queréis
que os mire como a uno de esos hom-
bres que designabais hace poco, es de-
cir, como a un cobarde que toma por
escudo su debilidad. Estáis solo, un
hombre solo os responderá ; tenéis una
espada al lado, yo tengo una en este
bastón ; no tenéis testigo, y uno de es-
tos señores lo será de vos; ahora, sl
queréis, podéis quitaros la venda.
»El general arrancó al punto el pa-
ñuelo que le cubría los ojos.
»—Por fin voy a conocer a mi anta-
gonista.
» Abrieron la portezuela y los cuatro
hombres bajaron.»
Franz se interrumpió de nuevo. En-
jugóse un sudor frío que corría por sl
frente ; espantoso era, en efecto, el vel
al hijo, tembloroso y pálido, leer en al-|
ta voz los detalles ignorados hasta en-
tonces de la muerte de su padre.
Valentina cruzó las manos como dl
orase interiormente.
Noirtier miraba a Villefort con un%
expresión casi sublime de desprecio Y
de orgullo.
Franz continuó :
«Era, como hemos dicho, el 5 de fe-
brero. Hacía tres días que había helado
a cinco o seis grados ; la escalera estar
ba enteramente cubierta de hielo; €
general era grueso y alto; y el presi-
dente le ofreció el lado del pasamano?
para bajar.