Full text: Tomo 2 (2)

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bía comprendido perfectamente, dijo : 
—¿ Habéis visto cómo me ha mira- 
do? 
—$í — respondió el conde—, ¿Pero 
halláis algo en su mirada? 
—£Í ; pero, ¿qué quiere decir con sus 
poticias de Grecia? 
—¿ Cómo queréis que yo sepa... ? 
—Porque presumo que vos tenéis re- 
laciones en ese país. 
Montecristo se sonrió como persona 
que trata de evitar una respuesta, 
—Mirad — dijo Alberto—, ahora se 
acerca a vos; yo voy a hablar un poco 
a mademoiselle Danglars; mientras 
tanto, el padre tendrá tiempo de deci- 
ros algo. 
—S$Si le habláis, habladle de su voz 
al menos—dijo Montecristo, 
—No, eso lo haría todo el mundo, 
—Mi querido vizconde — dijo Mon- 
tecristo—, sols a veces muy raro. 
Durante este tiempo, Danglars se in- 
clinó al oído del conde. 
—Me habdis dado un excelente con- 
sejo — dijo—, estas dos palabras encie- 
rran toda una historia : Fernando y Ja- 
Dina. 
—¡ Ah, ah! — exclamó Montecristo. 
Sí, ya os lo contaré, pero llevaos 
al joven ; de verle solo me turbo, a pe- 
sar mío. 
—Eso es lo que hago ; me va a acom- 
pañar; ahora decidme, ¿persistís en 
que os envíe al padre? 
—Más que nunca, 
—Bien. 
El conde hizo una seña a Alberto. 
Los dos saludaron a las sesñoras y Sa- 
lieron, Alberto con un aire indiferente 
a los desprecios de mademoiselle Dan- 
glars; Montecristo repitiendo a mada- 
ma Danglars los consejos acerca de la 
prudencia que debe tener la mujer de 
un banquero en asegurarse su porvenir, 
M. Cavalcanti se quedó dueño del 
campo de batalla. 
XVI.—La esclava: 
Apenas volvieron los caballos del con- 
de la esquina del bulevar, Alberto se 
volvió hacia el conde, soltando una car- 
cajada demasiado fuerte para no ser un 
poco forzada. 
—; Y bien! — le dijo—, Yo os nre- 
ADEJANDRO DUMAS 
guntaré lo que el rey Carlos IX pre- 
guntaba a Catalina de Médicis, después 
de la noche de San Bartolomé : ¿qué 
tal he representado mi papel ? 
—¿ Cuándo y sobre qué? — pregun- 
tó Montecristo. 
—Sobre la estancia de mi rival en 
casa de M. Danglars. 
—¿ Qué rival ? 
—¿ Quién ha de ser? Vuestro prote- 
gido M, Cavalcanti. 
—¡ Oh! Dejémonos de bromas, viz- 
conde ; yo no protejo a M, Andrés, a lo 
menos al lado de M., Danglars. 
—Y yo me quejaría si lo hicieseis ; 
pero felizmente puede pasar sin vues- 
tra protección, 
—¡ Cómo ! ¿Creéis que hace la cor- 
te... ? 
—Os lo aseguro ; ¿no habéis visto sus 
miradas, sus suspiros, las ondulaciones 
de sus sonidos armoniosos?... ¡ Nada ! 
Aspira a la mano de la orgullosa EKuge- 
nia. Palabra de honor, lo repito ; ¡ as- 
pira a la mano de la orgullosa Eugenia ! 
—¿Qué importa eso... si no piensa 
más que en vos? 
No digáis eso, mi querido conde; 
¿no veis la amabilidad con que me ha 
tratado? 
¡ Cómo ! ¿Quién?... 
Sin duda, mademoiselle Eugenia 
apenas mie ha respondido ; y mademoi- 
selle de Armilly, su confidente, no me 
ha contestado absolutamente. 
—$Sí,+pero el padre os adora — dijo 
Montecristo. 
—¿El padre? Al contrario, me ha 
clavado en el corazón mil puñales ; pu- 
ñales que sólo se introducen en la ro- 
pa, es verdad; puñales de tragedia ; 
pero no era ésa su intención. 
—Los celos indican que hay cariño. 
—-S£í ; pero no estoy celoso, 
—¡ El lo está ! 
—¿De quién? ¿De Debray? 
—No, de vos. 
—¿ De mí? Apuesto que antes de ocho 
días me da con la puerta en las narices, 
' —Os engañáis, mi querido vizconde. 
—¡ Una prueba ! 
—¿La queréis? 
—Al. 
—Estoy encargado de suplicar al se- 
ñor conde de Morcef que dé un paso 
definitivo sobre el casamiento,
	        
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