90
bía comprendido perfectamente, dijo :
—¿ Habéis visto cómo me ha mira-
do?
—$í — respondió el conde—, ¿Pero
halláis algo en su mirada?
—£Í ; pero, ¿qué quiere decir con sus
poticias de Grecia?
—¿ Cómo queréis que yo sepa... ?
—Porque presumo que vos tenéis re-
laciones en ese país.
Montecristo se sonrió como persona
que trata de evitar una respuesta,
—Mirad — dijo Alberto—, ahora se
acerca a vos; yo voy a hablar un poco
a mademoiselle Danglars; mientras
tanto, el padre tendrá tiempo de deci-
ros algo.
—S$Si le habláis, habladle de su voz
al menos—dijo Montecristo,
—No, eso lo haría todo el mundo,
—Mi querido vizconde — dijo Mon-
tecristo—, sols a veces muy raro.
Durante este tiempo, Danglars se in-
clinó al oído del conde.
—Me habdis dado un excelente con-
sejo — dijo—, estas dos palabras encie-
rran toda una historia : Fernando y Ja-
Dina.
—¡ Ah, ah! — exclamó Montecristo.
Sí, ya os lo contaré, pero llevaos
al joven ; de verle solo me turbo, a pe-
sar mío.
—Eso es lo que hago ; me va a acom-
pañar; ahora decidme, ¿persistís en
que os envíe al padre?
—Más que nunca,
—Bien.
El conde hizo una seña a Alberto.
Los dos saludaron a las sesñoras y Sa-
lieron, Alberto con un aire indiferente
a los desprecios de mademoiselle Dan-
glars; Montecristo repitiendo a mada-
ma Danglars los consejos acerca de la
prudencia que debe tener la mujer de
un banquero en asegurarse su porvenir,
M. Cavalcanti se quedó dueño del
campo de batalla.
XVI.—La esclava:
Apenas volvieron los caballos del con-
de la esquina del bulevar, Alberto se
volvió hacia el conde, soltando una car-
cajada demasiado fuerte para no ser un
poco forzada.
—; Y bien! — le dijo—, Yo os nre-
ADEJANDRO DUMAS
guntaré lo que el rey Carlos IX pre-
guntaba a Catalina de Médicis, después
de la noche de San Bartolomé : ¿qué
tal he representado mi papel ?
—¿ Cuándo y sobre qué? — pregun-
tó Montecristo.
—Sobre la estancia de mi rival en
casa de M. Danglars.
—¿ Qué rival ?
—¿ Quién ha de ser? Vuestro prote-
gido M, Cavalcanti.
—¡ Oh! Dejémonos de bromas, viz-
conde ; yo no protejo a M, Andrés, a lo
menos al lado de M., Danglars.
—Y yo me quejaría si lo hicieseis ;
pero felizmente puede pasar sin vues-
tra protección,
—¡ Cómo ! ¿Creéis que hace la cor-
te... ?
—Os lo aseguro ; ¿no habéis visto sus
miradas, sus suspiros, las ondulaciones
de sus sonidos armoniosos?... ¡ Nada !
Aspira a la mano de la orgullosa EKuge-
nia. Palabra de honor, lo repito ; ¡ as-
pira a la mano de la orgullosa Eugenia !
—¿Qué importa eso... si no piensa
más que en vos?
No digáis eso, mi querido conde;
¿no veis la amabilidad con que me ha
tratado?
¡ Cómo ! ¿Quién?...
Sin duda, mademoiselle Eugenia
apenas mie ha respondido ; y mademoi-
selle de Armilly, su confidente, no me
ha contestado absolutamente.
—$Sí,+pero el padre os adora — dijo
Montecristo.
—¿El padre? Al contrario, me ha
clavado en el corazón mil puñales ; pu-
ñales que sólo se introducen en la ro-
pa, es verdad; puñales de tragedia ;
pero no era ésa su intención.
—Los celos indican que hay cariño.
—-S£í ; pero no estoy celoso,
—¡ El lo está !
—¿De quién? ¿De Debray?
—No, de vos.
—¿ De mí? Apuesto que antes de ocho
días me da con la puerta en las narices,
' —Os engañáis, mi querido vizconde.
—¡ Una prueba !
—¿La queréis?
—Al.
—Estoy encargado de suplicar al se-
ñor conde de Morcef que dé un paso
definitivo sobre el casamiento,