Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE MONTECRISTO 91 
—¿Quién os lo ha encargado ? 
— El mismo barón ! 
— Oh! — dijo Alberto con tono su- 
plicante—. No haréis eso, ¿ verdad, se- 
ñor conde ? 
—0Os engañáis, Alberto ; lo haré, pues 
lo tengo prometido. 
—Vamos — dijo Alberto—. ¡Qué 
empeño tenéis también vos en casarme ! 
—Quiero estar bien con todo el mun- 
do; pero a propósito de Debray, ya no 
lo veo en casa de la baronesa. 
—Está reñido. 
—¿ Con ella ? 
—No, con él, 
—¿Se ha dado cuenta de algo? 
—¡ Vaya con lo que salís ! 
- —Pues qué, ¿sospechaba antes?...— 
dijo Montecristo con una sencillez en- 
cantadora. 
—¡ Ah! ¡ Diantre! ¿De dónde venis, 
mi querido conde? 
—Del Congo, si queréis. 
—Pues no está muy lejos. 
—¿Conozco yo acaso a vuestros ma- 
ridos parisienses ? 
—¡ Ah! Mi querido conde, los mari- 
dos son lo mismo en todas partes ; des- 
de el momento en que estudiéis al in- 
dividuo en un país cualquiera, conocéis 
la raza. 
—Pero entonces, ¿qué causa ha podi- 
do indisponer a Danglars con Debray? 
Parecian tan amigos... — añadió Mon- 
tecristo con mayor sencillez aún. 
—¡ Ah! Eso ya toca a los misterios 
de familia; cuando M. Cavalcanti se 
case, se lo podéis preguntar. 
El carruaje se detuvo. 
. —Ya hemos llegado — dijo Monte- 
cristo—. No son más que las diez y 
media ; subid. 
—Con mucho gusto. 
—Mi carruaje os llevará. 
—No, gracias ; mi cabriolé ha debido 
seguirnos. 
—En efecto, ahi viene — dijo Mon- 
tecristo bajando de su carruaje. 
Entraron en la casa, y luego en el 
salón, que estaba iluminado. 
—Decid que nos hagan te, Bautista 
— dijo Montecristo. 
Bautista salió sin hablar una pala- 
bra. Dos segundos después volvió con 
una bandeja con el servicio de te, que 
pareció salir de debaio de tierra. 
—En verdad — dijo Morcef—, lo que 
admiro en vos, mi querido conde, no es 
vuestra riqueza ; otros habrá más ricos 
que vos; no vuestro talento, Beaumar- 
chais no tendría más, pero sí tanto ; 
sin que nadie os responda una palabra, 
al minuto, al segundo, como si adivi- 
nasen en la manera con que llamáis lo 
que deseáis, y como si todo lo que de- 
seáúls estuviese preparado. 
—Lo que decís no deja de tener fun- 
damento. Ya saben mis costumbres. 
Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis 
hacer algo después de beber el te? 
—¡ Diantre ! Deseo fumar. 
Montecristo se acercó al timbre y dió 
un golpe. 
Al cabo de un instante, se abrió una 
puerta particular, y Alí se presentó con 
dos pipas llenas de excelente latakié, 
—LEs maravilloso — dijo Morcef. 
—No, es muy sencillo—repuso Mon- 
tecristo—, Alí sabe que cuando se toma 
café o te, se fuma generalmente ; sabe 
que he pedido te, sabe que he entrado 
con vos, oye que le llamo, sospecha la, 
causa, y como es de un país donde se 
ejerce la hospitalidad con la pipa sobre 
todo, en lugar de una, trae dos. 
_—Seguramente, ésa es una explica- 
ción como otra cualquiera ; pero no es 
menos cierto que sólo vos... pero, ¿qué 
es lo que oigo?... 
Y Morcef se inclinó hacia la puerta, 
por la que, efectivamente, entraban so- 
nidos semejantes a los de un arpa. 
—A fe mía, mi querido vizconde, es- 
ta noche os persigue la música; aca- 
báis de oír el piano de mademoiselle 
Danglars, para olr luego la guzla de 
Haydée. 
—Haydée. ¡ Oh, qué nombre tan ado- 
rable! ¿Puede haber mujeres que se 
llamen Haydée, fuera de los poemas de 
Byron? 
—Seguramente ; Haydée es un nom- 
bre muy raro en Francia; pero muy 
común en Albania y en Epiro; es lo 
mismo que si dijeseis castidad, pudor, 
inocencia; es una especie de nombre 
de bautismo, como dicen vuestros parl- 
slenses. a 
—;¡ Oh ! ¡Eso es encantador! — dijo 
Alberto—. ¡Cómo me agradaría que 
se llamasen nuestras francesas mado- 
moiselle Bondad, mademoiselle Silen-
	        
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