EL CONDE DE
Alberto pasó una mano por sus cabe-
llos y se retorció el bigote ; el conde to-
mó su sombrero, se puso sus guantes y
precedió a Alberto a la habitación guar-
dada por Alí en la antesala, y defendida
por las tres camareras mandadas por
Myrto.
Haydée esperaba en la primera pie-
za, que era el salón, con sus ojos un
tanto dilatados por la sorpresa ; porque
era la primera vez que otro, además
de Montecristo, penetraba hasta su sa-
lón ; estaba sentada sobre un sofá, en
un ángulo, con las piernas cruzadas a la
oriental, y había hecho, por decirlo así,
un nido en las ricas telas de sedas ra-
yadas y bordadas, las más hermosas de
Oriente. Junto a ella estaba el instru-
mento cuyos sonidos la habían descu-
bierto; estaba encantadora.
Al ver a Montecristo se levantó con
esa doble sonrisa de hija y amante, que
no pertenecía más que a ella ; Monte-
cristo se dirigió hacia donde estaba y lo
presentó su mano, sobre la cual, como
siempre, imprimió sus labios.
Alberto se había quedado en la puer-
ta, dominado por aquella belleza ex-
traña que veía por primera vez, y de la
que nadie podría formarse una idea en
Francia.
—¿A quién me traes? — preguntó
en griego la joven a Montecristo—.
¿A un hermano, a un amigo, a un sim-
ple conocido o a un enemigo?
—AÁ un amigo — dijo Montecristo
en la misma lengua,
—¿$u nombre?
—El vizconde Alberto; es el mismo
a quien yo he sacado de las manos de
los bandidos en Roma.
—¿En qué lengua quieres que le ha-
ble ?
Montecristo se volvió a Alberto, di-
cióndole :
—¿Sabéis el griego moderno?
—¿ Ah! — dijo Alberto—. Ni el mo-
derno ni el antiguo, mi querido conde;
ni Horacio ni Platón han tenido nunca
un discípulo más pobre, y casi me atre-
vo a decir más desdeñoso.
—Entonces — dijo Haydée, proban-
do, por la pregunta que hacía, que había
entendido la de Montecristo y la res-
puesta de Alberto—, hablaré en tram-
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cós o en italiano, si mi señor me per-
mite que os hable.
Montecristo reflexionó un instante.
—Hablarás en italiano -— dijo.
—Lástima que no sepáis el griego
moderno o el griego antiguo, pues Hay-
dée los habla admirablemente ; la pos
bre os tendrá que hablar en italiano, la
cual os dará una idea falsa de ella,
E hizo una seña a Haydée.
—Bien venido seas, amigo, que viex
nes con mi señor y amo — dijo la joven
en excelente toscano, y con su dulce
acento romano, que hace la lengua de
Dante tan sonora como la de Home-
ro—. Alí, calé y pipas.
Y Haydée manifestó a Alberto que
se aceicase, Mientras que Alí se retira
ba para ejecutar las órdenes de su se-
fora.
Montecristo mostró a Alberto dos al«
mohadones y cada cual fué a buscar
el suyo para acercarse a un magnífico
velador cargado de flores naturales, de
dibujos y de libros de música.
Alí entró trayendo el café y las pi-
pas: en cuanto a Bautista, la entrada
en aquella parte de la casa le estaba
prohibida.
Alberto rehusó la pipa que le presen.
taba el nmubio.
—— 0h 1 Tomad, tomad —- dijo Mon-
tecristo—. Haydée está casi tan civili.
zada, como una parisiense ; le desagra-
da el habano, porque no le gustan los
malos olores, pero el tabaco de Oriente
es un perfume, bien lo sabéis,
Alí salió.
Las tazas estaban preparadas, pero
habían añadido un azucarero para Al.
berto. Montecristo y Haydde tomaban
el licor árabe a la manera de los ára-
bes, es decir, sin azúcar.
Haydée extendió la mano y tomó con
el extremo de sus afilados dedos la taza
de porcelana del Japón, que llevó a sus
labios con el sencillo placer de un niño
que bebe o come una cosa que ama
con pasión.
Al mismo tiempo entraron dos mujes
res con dos bandejas cargadas de he-
lados y sorbetes, que colocaron sobra
dos mesitas destinadas para esto.
—Mi querido huésped, y vos, señora
— dijo Alberto en italiano—, excusad
mi estupor. Estoy aturdido, y es natu-
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