Full text: Tomo 2 (2)

EL CONDE DE 
Alberto pasó una mano por sus cabe- 
llos y se retorció el bigote ; el conde to- 
mó su sombrero, se puso sus guantes y 
precedió a Alberto a la habitación guar- 
dada por Alí en la antesala, y defendida 
por las tres camareras mandadas por 
Myrto. 
Haydée esperaba en la primera pie- 
za, que era el salón, con sus ojos un 
tanto dilatados por la sorpresa ; porque 
era la primera vez que otro, además 
de Montecristo, penetraba hasta su sa- 
lón ; estaba sentada sobre un sofá, en 
un ángulo, con las piernas cruzadas a la 
oriental, y había hecho, por decirlo así, 
un nido en las ricas telas de sedas ra- 
yadas y bordadas, las más hermosas de 
Oriente. Junto a ella estaba el instru- 
mento cuyos sonidos la habían descu- 
bierto; estaba encantadora. 
Al ver a Montecristo se levantó con 
esa doble sonrisa de hija y amante, que 
no pertenecía más que a ella ; Monte- 
cristo se dirigió hacia donde estaba y lo 
presentó su mano, sobre la cual, como 
siempre, imprimió sus labios. 
Alberto se había quedado en la puer- 
ta, dominado por aquella belleza ex- 
traña que veía por primera vez, y de la 
que nadie podría formarse una idea en 
Francia. 
—¿A quién me traes? — preguntó 
en griego la joven a Montecristo—. 
¿A un hermano, a un amigo, a un sim- 
ple conocido o a un enemigo? 
—AÁ un amigo — dijo Montecristo 
en la misma lengua, 
—¿$u nombre? 
—El vizconde Alberto; es el mismo 
a quien yo he sacado de las manos de 
los bandidos en Roma. 
—¿En qué lengua quieres que le ha- 
ble ? 
Montecristo se volvió a Alberto, di- 
cióndole : 
—¿Sabéis el griego moderno? 
—¿ Ah! — dijo Alberto—. Ni el mo- 
derno ni el antiguo, mi querido conde; 
ni Horacio ni Platón han tenido nunca 
un discípulo más pobre, y casi me atre- 
vo a decir más desdeñoso. 
—Entonces — dijo Haydée, proban- 
do, por la pregunta que hacía, que había 
entendido la de Montecristo y la res- 
puesta de Alberto—, hablaré en tram- 
MONTECRISTO 93 
cós o en italiano, si mi señor me per- 
mite que os hable. 
Montecristo reflexionó un instante. 
—Hablarás en italiano -— dijo. 
—Lástima que no sepáis el griego 
moderno o el griego antiguo, pues Hay- 
dée los habla admirablemente ; la pos 
bre os tendrá que hablar en italiano, la 
cual os dará una idea falsa de ella, 
E hizo una seña a Haydée. 
—Bien venido seas, amigo, que viex 
nes con mi señor y amo — dijo la joven 
en excelente toscano, y con su dulce 
acento romano, que hace la lengua de 
Dante tan sonora como la de Home- 
ro—. Alí, calé y pipas. 
Y Haydée manifestó a Alberto que 
se aceicase, Mientras que Alí se retira 
ba para ejecutar las órdenes de su se- 
fora. 
Montecristo mostró a Alberto dos al« 
mohadones y cada cual fué a buscar 
el suyo para acercarse a un magnífico 
velador cargado de flores naturales, de 
dibujos y de libros de música. 
Alí entró trayendo el café y las pi- 
pas: en cuanto a Bautista, la entrada 
en aquella parte de la casa le estaba 
prohibida. 
Alberto rehusó la pipa que le presen. 
taba el nmubio. 
—— 0h 1 Tomad, tomad —- dijo Mon- 
tecristo—. Haydée está casi tan civili. 
zada, como una parisiense ; le desagra- 
da el habano, porque no le gustan los 
malos olores, pero el tabaco de Oriente 
es un perfume, bien lo sabéis, 
Alí salió. 
Las tazas estaban preparadas, pero 
habían añadido un azucarero para Al. 
berto. Montecristo y Haydde tomaban 
el licor árabe a la manera de los ára- 
bes, es decir, sin azúcar. 
Haydée extendió la mano y tomó con 
el extremo de sus afilados dedos la taza 
de porcelana del Japón, que llevó a sus 
labios con el sencillo placer de un niño 
que bebe o come una cosa que ama 
con pasión. 
Al mismo tiempo entraron dos mujes 
res con dos bandejas cargadas de he- 
lados y sorbetes, que colocaron sobra 
dos mesitas destinadas para esto. 
—Mi querido huésped, y vos, señora 
— dijo Alberto en italiano—, excusad 
mi estupor. Estoy aturdido, y es natu- 
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