tiene una claraboya de cristales y, vrecisamente esa
claraboya está al nivel del techo.
—Bien, ¿y qué?
—Por otras doscientas guineas, el ayuda de cámara
de sir Jorge permitió á sir Randolfto que subiese al
techo de la casa. Esto sucedió anteayer por la noche.
A eso de las dos de la madrugada llegó sir Jorge Stowe
y entró en la pagoda. Tendido boca abajo sobre la cla-
raboya, vió sir Randolío al angloindio, que estaba me-
dio desnudo y con la cabeza cubierta con una tela
blanca, arrodillarse al pie del pilón y contemplar amo-
rosamente al pececillo rojo.
—¿Y fué, querido primo, sir Randolfo el que os
contó en persona esa historia encantadora ?
—SÍ, prima.
-—¿A vos solo?
—No, á mí y al baronet sir Nively. Ayer tarde nos
vimos en el club, en Pall-Mall.
—Pues bien: sir Jorge matará mañana 4 sir Randol-
fo, y os aconsejo, primo, que no hagáis circular mu-
cho ese relato tan necio.
Púsose en pie miss Cecilia y con un gesto soberbio
hizo comprender á sir Arturo que deseaba que no la
hablase más de aquello.
A su vez se levantó sir Arturo.
. « —Adiós, prima mía—dijo.—Conste que cumplf con
mi deber, y espero que os acordaréis si os sucede al-
guna desgracia.
Miss Cecilia respondió con una mueca desdeñosa y
no despegó más los labios,
Sir Arturo dió unos cuantos pasos hacia la puerta,
y al llegar cerca de ésta, se volvió,
—Cecilia—dijo,—una palabra.
—¿Para qué?
¡—Una sola...
Y como su prima no respondiese, tomó ósto por un
consentimiento,
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