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po al señor anciano y á la señora joven juntos, dis-
putando al parecer.
Y á esa escena, que el Muñeco adivinó más bien
que oyó, es á la que vamos á asistir.
La joven estaba sentada en Un confidente, al lado
de la chimenea.
Una sola lámpara colocada sobre ésta iluminaba la
habitación, que era un dormitorio.
La luz de la lámpara caía verticalmente sobre la
joven y permitía observar que ésta tenía una belleza
pálida, febril, enfermiza.
Era alta y había enflaquecido 4 consecuencia de al.
gún misterioso sufrimiento.
Tenía las manos blancas y transparentes como la
cera; ojos negros rodeados de grandes ojeras y labios
descoloridos y en cuyo remate el dolor había ahonda-
do una arruga.
Respecto á su edad, tal vez tenía veinte años y
tal vez treinta.
El tipo de su fisonomía recordaba el de las razas
orientales del Norte, como la raza caucásica Ó eslava.
En ella todo revelaba un dolor continuo y profundo;
un abatimiento físico y moral que participaba mucho
de la desesperación.
El desconocido, el viejo, como le llamaba el Muñe-
co, presentaba extraño contraste con aquella mujer.
Era un hombre robusto aun á pesar del pelo blan-
co y la larga barba blanca, pero que muy bien podía
haber pasado de los sesenta.
Cubría su cabeza aquella gorra de astracán que ha-
bía producido una revolución entre los chiquillos de
Villeneuve, y llevaba una levita á la polonesa, con
cordones, y militarmente abrochada hasta debajo de
la barba.
Se paseaba por la habitación con las manos cruzadas
á la espalda; la mirada huraña y Un paso desigual
y brusco.
La, mujer le decía con tono suplicante3