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La joven, cada vez más rebelde, replicói
¿—¿En dóndo está Constantino ?
—No lo sabréis.
—¿Qué hicisteis de mi hiia?
—Ha muerto.
—¡Seguís mintiendo!
Encogióse el anciano otra vez de hombros.'
—Creo que vais á tener un ataque de nervios—dijo,
—y que lo mejor que podéis hacer es tomar una taza
de té y meteros en cama.
Y se marchó dando un violento portazo al salir de
la habitación.
Pasaron algunos minutos. '
«La joven se había vuelto á sentar al lido de la Cul-
menea llorando amargamente y retorciéndose las ma-
nos con desesperado movimiento.
Abrióse otra vez la puerta, pero esta vez no fué
para dar paso al anciano.
El que entró fué un hombre de unos cuarenta años;
de mirada aviesa y casi siniestra.
Era uno de los misteriosos criados que habían pre-
cedido á los no menos misteriosos dueños de la casa.
Llevaba un servicio de té.
Miróle su ama, y de pronto se le ocurrió una idea
y murmuró:
—Será necesario que éste hable.
vii
El criado dejó la bandeja sobre un velador, que co-
locó delante de su señora.
En el' momento en que se iba á retirar, le ordenó
ésta, con un gesto misterioso, que aguardase.
Por las pocas palabras que les oímos cambiar en
su conversación, habrán comprendido nuestros lectores
que tanto el anciano como su hija eran extranjeros y
que pertenecían, bien á la aristocracia polaca ó bien
á la rusa,