tado 4 un lado con la mayor indiferencia, se acercó,
y á su vez, se puso á mirar.
—¡Bah!—exclamó.—Yo sé lo que significa eso.
Y en seguida añadió:
—Para algo fuí 4 la India y serví en la marina
siendo joven.
Todas las miradas se apartaron un momento de la
espalda de la niña, para fijarse con curiosidad en el
nuevo interlocutor. :
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Era éste un hombre ya viejo, de rostro bronceado;
de labio caído 4 consecuencia de una vida licenciosa.
Tenía una mirada de fiera y estatura hercúlea.
Debía á su antigua profesión el apodo ó alias con
que se le designaba entre los ladrones.
Le llamaban el Marinero.
—He tenido muchos oficios—dijo.—He sido marine-
ro, soldado y ahora soy ladrón.
Fumé opio en Calcuta y comí rancho de habas en
el presidio de Tolón; sé, por consiguiente, corderos
míos, una porción de cosas, y puedo deciros lo que
significa eso.
—Habla—dijo el Pastelero,
—Es una señal misteriosa, que los indios rebeldes
á Inglaterra, imprimen, con una tinta imborrable, en
el cuerpo de aquellas personas de las que quieren ven-
garse.
—¡Ah!—exclamaron á la redonda, y la curiosidad ge-
neral fué en aumento,
El Marinero tocó con mucha suavidad la espalda de
la niña.
—En esta criatura—dijo,—la señal es de nacimien-
to, porque los señalados, ó taraceados, fueron su pa-
dre Ó su madre,
—No es muy bonito, pero no debe hacer sufrir mu-
cho—observó el Pastelero,