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Otros, los más peligrosos quizás y no los menos fo-
roces ni menos hábiles, eran aquellos -que hasta en-
tonces habían podido librarse de la acción vengadora
de la policía.
Sobre todos ellos había ejercido gran ascendiente el
Pastelero.
Si durante un momento lo perdió, lo reconquistó de
pronto y de una manera tan victoriosa y deslumbra-
dora, que la obediencia con que hasta entonces ha-
bíanse cumplido sus órdenes, iba á trocarse en fana-
tismo.
Comprendió, ó mejor dicho, adivinó Rocambole todo
esto,
Estaba 4 medio vestir, sin armas, con la camisa
desabrochada, su aristocrática cabeza echada hacia atrás,
con un movimiento de suprema fiereza.
Permaneció durante un momento silencioso, tranqui-
lo, gon los brazos cruzados sobre el pecho. Afron-
tando con serena mirada la tempestad, miró, sin aban-
donar su impasgibilidad, 4 aquella masa de hombres,
y lo hizo con una de aquellas miradas de la que bro-
taban por millares aquellas chispas magnéticas que le
hacían dominar los corazones más rebeldes y endure-
cidos.
Las vocileraciones se convirtieron de pronto en mur-
mullos, y éstos cesaron en seguida,
Aquella mirada pesaba sobre los bandidos como una
amenaza desconocida y terrible, y hasta el mismo Pas-
telero se puso pálido.
Bajó entonces Rocambole el último peldaño de la
escalera y se fué en derechura al antiguo jefe de los
asoladores.
El Pastelero retrocedió.
—¿Eres tú—Je dijo,—el que sostiene que yo soy un
soplón (confidente) ó un polizonte?
Y el acento con que pronunció estas últimas pala-
bras era tan despreciativo y tan claro que hizo con-
moverse 4 todos,
A cb