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La tripulaban cuatro hombres; uno de ellos, el que
cuidaba del timón, era nuestro nuevo conocido el Muer:
te de los Valientes. . »
El otro, aquel hércules al que llamaban el Guilloti-
nado.
El tercero, que orientaba la vela con la habilidad
y ligereza de un consumado marinero, era aquel mu-
chacho precoz y procaz al que los asoladores llama-
ban el Muñeco.
¿Habrá necesidad de decir quién era el cuarto?
¿ste era Rocambole.
Se acercaba la noche; no obstante, las últimas cla:
ridades del crepúsculo permitían aún ver bastante bien
las dos orillas.
El viento era bastante fuerte, y, 4 pesar de la ra:
pidez de la corriente, la barca seguía bastante deprisa
su camino.
De pronto el Muerte de los Valientes tocó suavemen-
to en el hombro á Rocambole al mismo tiempo que
extendía la mano hacia la izquierda.
—Allí es. N
Miró Rocambole y vió una casita aislada en metio
de yn parque no muy grande, formado por unos cuan-
tos árboles muy frondosos, ya seculares, y á guyo
pie se extendía una pradera de verde césped.
La casita estaba edificada á media ladera y, á pri-
mera vista, tenía un aspecto honrado y modesto.
Examinándola, 'empero con más atención, se adivi-
naba que sus habitantes debían ser de costumbres pa-
cíficas y gentes bastante excéntricas y vivir do un
modo distinto de como lo hacía allí la generalidad.
Todo cuanto dijera el Mueñco hallábase justificado
por un no sé qué, difícil quizás de explicar, pero que
se adivinaba en seguida.
: Miró Rocambole aquella casa, la examinó con mu-
cha atención y no respondió.
—Ahí es —repitió el Muerte de los Valientes,
Winiot cn