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»No quiero contaros aquí una historia de amor, porque
todas ellas se parecen.
»Seis meses después, todas mis resoluciones de ser bue-
na y de trabajar, se habían desvanecido.
Y mi corazón, al que creí muerto para siempre, se des-
pertó ardiente 6 impetuoso; amaba á aquel hombre que
como habréis adivinado, era el joven marqués de Maure-
vers.
»¿Por qué semejante disfraz?
»También lo habréis adivinado.
»Gastón de Maurevers lloró á Juliana, y hasta tuvo ac-
cesos de violenta desesperación; más el tiempo se encarga
de cicatrizar las heridas, hasta las más profundas y crue
les y el dolor sombrío y punzante de la víspera, vase
trocando insensiblemente en melancolía.
»Todo el amor que profesaba 4 Juliana, amor que, por
otra parte, no había destruído la revelación póstuma del
azaroso pasado de aquélla, lo concentró en su hijo, que
era también suyo; pero aquellos miserables enemigos des
conocidos que habían asesinado á la madre, ¿no trata-
rían de hacer lo mismo con el hijo?
»Ese temor, ese espanto, dominaron de tal manera al
señor de Maurevers, que tomó las precauciones más mi-
nuciosas para hacer desaparecer hasta las huellas de la
xistencia del niño.
»Por esto fué por lo que le confió á la señora Janet, á la
que instaló en tel barrio de Saint Martin, cerca de la calle
de Vert Bois; por eso era por lo que no se presentaba en
aquella casa más que con trajes con los que difícilmente
le habrían reconocido sus amigos y compañeros de club.
En tales condiciones fué cómo yo llegué á ser la que-
rida del señor de Maurevers.
Nos amamos durante dos años y me confió todos los
secretos de su vida y me contó esa extraña historia, que
aparecia envuelta en tinieblas y que al final de la carta
de Juliana habría, sin duda, disipado.
»Ya os conté de qué manera le habían arrebatado la
carta.
»Durante el segundo año de nuestras relaciones murió
la señora Janet, arrebatándonosla en pocas horas una en-
fermedad de corazón, y el pobre niño quedó huérfano por
segunda vez,