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nebra dingiendo 4 su alrededor miradas cínicas y lle-
nas de audacia.
»Sí, era la irlandesa, pero convertida en gran señora,
con manos blancas y bien cuidadas, un seno terso y
modelado esculturalmente, que dejaba al descubierto el
escote de su vestido.
»En sus labios aparecía una sonrisa casta y púdica pero
de voluptuosas provocaciones, y una mirada llena de en-
canto y melancolía.
»>—¡Ah! ¡Qué hermosa es!—murmuró extasiado Maure-
vers.
»El perfume blanquecino íbale envolviendo cada vez
más, le penetraba, le absorbía subiéndosele á la cabeza |
como una voluptuosa y misteriosa embriaguez. La irlan-
desa se le acercó, diciéndole:
»—Buenos días, marqués.
»Y alargando su mano blanca y pequeña le cogió y es-
trechó la suya.
»A este contacto estremecióse Maurevers de pies á cabe-
za y lo mismo que si hubiese sufrido el choque de una
descarga eléctrica,
»Saltó de la camla y se postró de rodillas á sus pies, re-
pitiendo:
»—¡Ah! ¡Qué hermosa sois!
»—Me lo han dicho muchas veces antes de ahora—dijo
la irlandesa con encantadora ironía.
»Hízole que la siguiese y le obligó que se sentase á su
lado en una otomana.
»—Creéis que soñáis—le dijo sonriendo,—os dormisteis
en la taberna del rey Jorge y os despertáis laquí. |
»—Es que no dormía—dijo Gastón.
»—Lo sé—respondió la irlandesa, —y habéis debido oir
cuanto pasó á vuestro lado,
»—SÍ,
»—Y os debisteis burlar, allá en vuestro fuero interno,
cuando la andrajosa irlandesa habló de su palacio y de
su coche.
»—Es cierto... pero... no puedo comprender...
»Y la miraba con ansia, como si todo lo que veía 6
todo lo que pasaba á su alrededor, fuese una cosa que
estaba por encima de la razón humana.
»Sonrefase la irlandesa abandonándole las dos manos,