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--En la apariencia sí, pero en realidad no.
—Hacedme el favor, papá, de explicar eso—dijo la gi-
fana con acento de burlona deferencia.
Es muy sencillo. Maté 4 Maurevers que era padre del
marqués y de Perdido; pero, no es solamente al hombre
al que odio, sino á la raza, es 4 ese apellido maldito
de Maurevers, que llevó el deshonor 4 mi hogar, al que va!
mi odio y mi venganza.
Y el duque de Fenestrange, pues, en efecto, era él, se
expresaba con un acento salvaje y sus ojos despedían som-
bríos fulgores.
Rumia replicó:
Está bien, comprendo: más ésta, ¿no es también tuna
razón para odiar á Perdido?
Fijó, al decir esto, una mirada clara y penetrante en el
duque. Habríase dicho que era la hoja de una espada:
que tenía alma.
El duque sostuvo friamente la mirada,
—Puede ser. ¿Eres discreta?
—¡Vaya una pregunta!
—Entonces voy á hacerte una confidencia
—Oigamos.
—Antes odiaba á Perdido casi tanto como á Maurovers,
y si en el primer momento no ahogué entre mis brazos
al fruto del adulterio, fué porque soñé una venganza
más atroz.
Al confiarle á José Minós, me dije: Si tiene sentimien-
tos honrados, sufrirá mil muertes: si le arrastra el ejem-
plo, se convertirá en un bandido como su maestro, y
el cadalso será su recompensa.
José Minós, me tenía al corriente de los progresos que
hacía su discípulo, Un día llegó 4 mi noticia, el encuen-
tro fortuito de la marquesa de Maurevers y de su hijo
con los latrofacciosos, y el rencor instintivo que Perdido
sintió al ver al hombre en el que reconoció á su her-
mano.
Entonces fué cuando se me ocurrió otra combinación.
Pensé que podía hacer que esos dos hombres se en-
contrasen y se degollasen.
¿No te parece que esto estaba bien ideado?
—Admirablemente—dijo Rumia.
—Pero 1ú has hecho que todo fracasase,