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Por el camino se repitió la misma pregunta, y con a
nas alusiones, trató de arrancarle 4 Montigeron el secreto
del encuentro.
Pero el vizconde no dijo ni una palabra, y el señor
de Noireterre y el Muñeco, no pudieron saber el nombre
del adversario de aquél.
Unicamente cuando llegaron á-la verja del pabellón de
Madrid, que era el lugar designado, les dijo Montgeron á
los dos.
—Os voy á pedir que me hagáis tun juramento, se-
Ñores.
—Hablad—contestó Noireterre.
—Sea cualquiera el resultado que tenga este desafío,
me vais á jurar que no trataréis nunca de averiguar por
qué me batí.
—Pero, ¿se trata de un duelo 4 muerte?—preguntó Noi-
reberre.
—Sí, 4 muerte—respondió friamente Montgeron.
Tanto el Muñeco como Noireterre, prestaron el juramen-
to que se les pedía.
En aquel mismo momento llegó el carruaje en que iban
el barón de C... y sus dos testigos.
El carruaje no entró en el pabellón de Madrid, si no
que, por el contrario, se quedó en el Bosque, al lado
del fielato de consumos.
Uno de los oficiales se apeó del carruaje, y se fué al
encuentro de los testigos del señor de Montgeron.
—Señores—les dijo:—sé un sitio, á unos doscientos pa-
sos de aquí, en donde estaremos divinamente.
Inclináronse el Muñeco y Casimiro de Noireterre.
Y subieron al carruaje, sin que se hubiese pronun-
ciado para mada el nombre del adversario de Montgeron,
ni hubiesen tenido ocasión de ver al barón de C... que
se quedó en su coche con el segundo testigo,
El Muñeco se impresionó mucho, y hasta se quedó pa-
rado, cuando vió iapearse al barón en el momento en que
los dos carruajes se detenían en la entrada de un paseo
enarenado, que tionducía al sitio que había indicado el
oficial.
En el barón reconoció al personaje de los sillones de
orquesta, que se expresara «ion tanío desprecio de la
mujer del pelo rojo.